Cuentos, Artículos y Ensayos




Evocacion de


Por: VICENTE GERBASI
(publicado en la Revista Shell Nª 21,
diciembre de 1956)







mis Aldeas




•      EN LA SERRANÍA que al occidente de Carabobo se levanta a unos mil metros sobre el nivel del mar para descender por repechos de exuberante vegetación a tierras yaracuyanas y a las aldeas negras de la costa, existen algunos de los pueblos que mayor encanto ofrecen en Venezuela.

Al abandonar el calor sofocante de las sabanas que ondulan con el brillo de sus contorsionados mereyales hacia el campo de Carabobo, y después de haber pasado por la Pica de la Mona, de donde bajó Páez con sus lanceros a incorporarse a la memorable batalla emancipadora, la temperatura va refrescando entre bosquecillos de palmas reales y finas cascadas que caen entre musgosas peñas. Pasados algunos retazos de selva, a cuya sombra crecen altos helechos húmedos, aparecen suaves lomas recortadas en un cielo de límpido azul, que nos recuerdan algunos paisajes de las cumbres apeninas del sur de Italia.
No muy lejos de estas desiertas cumbres, en cuya fresca atmósfera sólo se ve el vuelo circular de los gavilanes, se abre una meseta de tenues verdes, donde se destaca el moteado verdeoscuro de los naranjales o los puntos blancos de dispersos rebaños. En esta altiplanicie, rodeada de lejanas montañas azules, transcurre la vida apacible de Bejuma, Montalbán y Aguirre.
En el último de los tres pueblos mencionados, sentó sus reales Lope de Aguirre, el Tirano, quien, habiendo desembarcado en Borburata con sus ya descontentos marañones, y pasado algunos días en Valencia, desde donde escribiera su célebre carta de rebeldía al Rey Felipe II, se dirigía a Barquisimeto, donde encontró la muerte, después de haber cometido las más atroces fechorías y haber asesinado a su propia hija para que no cayera en manos de sus compatriotas.
Los habitantes de la comarca cuentan que el alma en pena del Tirano sale de noche en forma de azuladas bolas de fuego que al impulso del viento ruedan por la sabana.
Siendo o no el alma del Tirano, lo cierto es que en estos lugares salen livianos fuegos fatuos que se mueven o saltan al más débil soplo de la brisa. Hemos visto este fenómeno andando a caballo en las estrelladas noches de agosto.
Pero si es maravilloso andar de noche por estos senderos al rítmico paso de un buen caballo, mucho más lo es de día cuando podemos admirar a un lado las huertas y al otro los yerbazales con sus tupidos penachos morados que ondulan por las curvas de las lomas.
Recorriendo estos caminos entre uno y otro pueblo o entrando en ellos, hasta llegar a sus plazas con viejas iglesias encaladas, siempre hemos podido ver a sus gentes en alegres aglomeraciones como si fuera una permanente fiesta. Aquí y allá pasa algún jinete en bestia bien enjaezada; a la puerta de los bares y de las pulperías hacen ruedas, en sillas de cuero, animadas tertulias; por las calles o por las afueras de los poblados se pasean grupos de bellas muchachas de anchas faldas floreadas; a la orilla de la carretera los labriegos juegan a las bolas criollas; en algún rincón del pueblo se oye la algarabía de una gallera, donde el cromatismo del ambiente se mezcla a las gruesas imprecaciones y a los raros nombres de los gallos que son aclamados con vehemencia por sus apostadores.
Y no se diga si se llega a estos pueblos en días de fiestas patronales, cuando las calles parecen arcoiris con los colores de papel de seda que las muchachas recortan y cuelgan de ventana a ventana; cuando de todos los aledaños viene la
Vivienda antigua situada en los alrededores de Valencia
gente a vender frutas, dulces y refrescos; cuando, entre el son de las cam­pa­nas y el es­ta­llido de co­he­tes y pe­tar­dos, los n­iños lanz­an vis­to­sos glo­bos de pa­pel; cuan­do por las are­no­sas ca­lles, ve­te­ra­nos ji­ne­tes co­lean los más ro­bus­tos to­ros de la co­mar­ca.
Pero no se crea, por lo que digo, que los pob­la­do­res de es­ta re­gión son po­co afect­os al tra­bajo. To­do lo con­trar­io. En muy po­cos lu­ga­res de Ve­ne­zuel­a se ve tan bien cul­ti­va­da la tierra como en esta meseta carabobeña. Si desde una de las cumbres que la rodean tendemos la mirada hasta sus últimos confines, veremos que todo el campo está cuadriculado de cañamelares, hortalizas, naranjales, tabaco, bananeras, o de claros pastizales donde engorda un ganado de finas razas.
Una calle de Montalbán

Más allá de estos pueblos, al enrumbar hacia el norte y cramontar la sierra, aparece un estrecho, profundo y edénico
Una calle de Canoabo
valle, donde se aglomeran, como un colmenar, las pequeñas casas de Canoabo, junto a la iglesia con su torre blanca.
A medida que se desciende, se van agigantando a nuestro derredor montañas verdes, algunas de moderado declive y cruzadas por caminos rojos que conducen a caseríos y sembrados. Poco a poco la temperatura se va haciendo cálida y la carretera penetra en oscuros espacios selvosos; donde el canto de innumerables aves o el grito de invisibles animales se confunden con la resonancia de caídas de agua. Lianas, como serpientes encantadas por los brujos, bajan de las altas ramas, y sobre las anchas hojas resplandecientes de ocumo silvestre o de riquirriqui las ranas se mimetizan o abren sus amarillos ojos a rayas, mientras grandes mariposas rojas, azules, moradas, iridiscentes, mueven rítmicamente las alas, como al movimiento mismo de la respiración de aquel denso mundo vegetal.
Nada de extraño tiene que al pasar por estos caminos de mi pueblo, veamos al fondo de una umbría quebrada algún venado de alta cornamenta o algún armadillo de bruñida coraza y fina cabeza de orejas alargadas. Nada de particular tiene, asimismo, que en algún claro veamos enrollada una bella serpiente coral, o que por sobre nuestras cabezas vuelen guacamayos o enormes taras ondulando sus. abanicos de colores bajo sus alas.
No son éstas las selvas inmensas que se extienden como océanos entre nuestros anchurosos ríos del sur. Estas son selvas pequeñas, pero con la misma fuerza, el mismo misterio, el mismo embrujamiento demoníaco de todas las selvas que pueblan el trópico americano y que dejan en el alma humana vivencias plenas de una fuerte y lúcida poesía.
Cuando de nuevo se disipa la enmarañada arboleda, vuelve a abrirse el convulso paisaje de las montañas retorcidas
Canoabo. Vista desde la iglesia de la aldea
en sus hondonadas, salpicadas de fabulosas peñas, solitarias en su luz de poderoso silencio. y el valle se alarga hacia el norte, en busca de tierras marinas, hasta perderse en una lejanía de bajas cumbres oscuras.
Este panorama da una sensación de poderío de la naruraleza, recuerda los primeros días de la creación, cuando todavía la tierra se desperezaba para formar su recia musculatura geológica.
Iglesia de la Inmaculada Concepción en Montalbán
En me­dio de este ti­tá­ni­co es­fuer­zo te­lú­ri­co, el va­lle de Ca­noa­bo parece un re­mans­o pa­ra el es­pí­r­itu. Se ven en­tre los sem­bra­dos cu­rsos de a­gua, que en tor­tuo­so and­ar, van a jun­tar­se don­de se es­tre­cha el va­lle. De la ga­ma de ve­rdes so­bre­sa­le el te­cho y la chi­me­nea de al­gún tra­pi­che. De las ca­sas y ran­chos dis­per­sos entre los cultivos suben hilos de humo. Si pasamos por estas tierras a la hora en que se inicia o se suspende el trabajo, oiremos el sonido de las guaruras convocando a los trabajadores. Si las recorremos cuando se cosecha el café, encontraremos, en la penumbra punteada de frutos rojos, muchachas recolectoras que nos saludan con la más bella alegría campesina.
Muchas veces hemos visto por estos caminos parejas de labriegos sentadas al borde de algún farallón, mirando ensimismadas el panorama que se extiende a sus pies como un vasto silencio verde.
¿Y quién no es contemplativo en esta paz eglógica, donde el alma puede confundirse con las maravillas de la naturaleza?
Es esta la razón por la cual los habitantes de estos apartados parajes, aun siendo en su mayoría analfabetos, dan demostración de una honda sabiduría tanto en sus sencillas y sentenciosas palabras, como en sus austeros y sobrios procedimientos. y es por esto también que en estos campos, hasta el más humilde labrador tiene un profundo, generoso y espiritual sentido de la existencia. y así como sabe respetar a los demás, exige que se le respete.
Al llegar a Canoabo, todas sus calles nos llevan a la plaza sombreada por almendrones, tamarindos, naranjos y guayabitos del Perú. Bueno, la verdad es que esta plaza no es sino una pajarera, y me parece prolijo ponerme a enumerar las preciosas especies de aves que se dan cita en esta arboleda, como en el patio de cualquier casa de Canoabo, cuyas calles siempre terminan a la orilla de un riachuelo o de una hacienda de café o de cacao. Muchos de los patios de sus casas se prolongan y se pierden en los sembrados. Aunque las familias acostumbran apresar las aves en trampajaulas, las más de las veces para complacer a los niños, la verdad es que aquí no hace falta enjaular los pájaros, porque éstos pueblan todos los patios, y muchas veces beben agua en el tinajero, y los colibríes hasta se atreven a mirarse en los espejos en pleno vuelo trémulo.
Si bien es cierto que las calles de Canoabo son amplias, nunca he visto casas más bajas como las suyas, con sus graciosos aleros y sus pequeñas ventanas de balaústres salientes.
En las calles principales todas las casas son de tejas, en cambio, en el barrio de Machado, donde viven los negros, todas son de palmas. En este sector está el matadero, en cuyas empalizadas se trepan los muchachos por las tardes para ver llegar al toro nariceado y atado a la cola de uno de esos guapos caballos ganaderos. En los altos samanes de este lugar vive una inmensa colonia de zamuros que casi permanentemente rompen la monotonía del radiante cielo de mi pueblo.
Todas las casas de las calles centrales están pintadas de colores distintos y sobre las puertas de los negocios se ven escritas con abultadas letras los más pintorescos nombres de bares, tiendas y pulperías.
Por la calle central, que comienza en el río Capa y termina en la plaza, frente a la iglesia, se oye con frecuencia la menuda campana de los burros punteros que, desde Urama o Puerto Cabello, guían los arreos que traen mercancías.
Recuerdo cuando en mi infancia esperaba a la puerta del negocio de mi padre a los resistentes borricos que nos traían fardos y cajas. Antes de que el arreo apareciera allá por la orilla del río, yo reconocía la campana de nuestro burro puntero. El arriero descargaba los bultos y yo esperaba con ansiedad que mi padre los abriera. Siempre venía en ellos algo para mí y mis hermanos. En todas las cajas había palabras escritas con tinta azul. Después fuí descubriendo que eran nombres de fábricas, almacenes, ciudades.
Para las navidades llegaban cajas de juguetes y de uvas pasas. Las que traían las pasas eran más pequeñas. Cierta vez, una de estas pequeñas cajas trajo manzanas. Mi padre ya me las había anunciado. Venían envueltas en papel de seda. Yo nunca había comido manzanas. Su olor me gustó mucho, pero su sabor me pareció un poco insípido.
En aquellos días navideños nos levantábamos de madrugada para ir a Misa de aguinaldos. La iglesia estaba toda iluminada con velas. Los rostros de los santos brillaban en aquella luz. Me gustaba ver al Niño Jesús acostado entre las yerbas secas dentro de una pequeña caja de vidrio. Algunas viejas sacaban por las calles al mismo Niño Jesús con el objeto de recoger limosnas destinadas al templo.
Si esta imagen me dejó una impresión alegre, en cambio es triste la del Cristo que en la Semana Santa llevaban en procesión en una urna de cristal, porque en mi mundo infantil se me parecía a todos los muertos del pueblo.
De todas las conmemoraciones, la más importante es la de San José, patrono de Canoabo. Estas festividades duran tres días, durante los cuales canoaberos y visitantes gozan de las más diversas y pintorescas diversiones. Se corren cintas a caballo, se colean toros, se otorgan premios entre los que logran subir el palo ensebado o entre aquellos que, con los ojos vendados, son capaces de cortar de un machetazo la cabeza de un gallo enterrado hasta las alas.
Pero una de las fiestas más curiosas de Canoabo es la del día de los locos, cuando de los cerros bajan grupos de campesinos vestidos con ramas de flor amarilla para realizar extrañas danzas en las calles arenosas.
No sé si estas costumbres se conservan todavía. Lo contrario sería lastimoso porque le daban un extraordinario colorido al pueblo.
Pero el tiempo todo lo cambia. Cuando yo era niño, Canoabo no tenía carretera y para salir a los pueblos vecinos o a Puerto Cabello era menester andar a pie o a caballo. No tenía luz eléctrica y nos alumbrábamos con lámparas de carburo o de kerosene. En los pequeños bares se oía el arpa, la maraca y el cuatro, y ahora nos ensordecen las rocolas. Hasta ciertos aspectos de la naturaleza han cambiado. Por ejemplo, hace poco remonté el río Capa, uno de los tres que bordean el pueblo, y encontré que los amplios pozos donde nos bañábamos habían desaparecido. A ellos iba yo todos los días a las cinco de la mañana a bañarme en compañía de mi padre. Muchas veces volvía a eso de las once de la mañana cuando salía de la escuela. Eran pozos hondos, límpidos, a orillas de barrancos rojos. Más arriba está el salto del diablo, cascada que cae entre lajas sombreadas por inmensos jabillos.
Es cierto que algunas cosas han cambiado en Canoabo, pero sigue siendo uno de los lugares más bellos de mi anchuroso país.