Cuentos, Artículos y Ensayos








(Relato Basado en una Leyenda Venezolana. Publicado el 4 de noviembre de 1954 en el Papel Literario del diario El Nacional, Caracas)


















Regreso a la aldea

por VICENTE GERBASI

Sobre anchas hojas felpudas, avispas largas, color de miel, abrían y cerraban las alas con rítmica lentitud.

En la selva había llovido durante la madrugada.,

Un humo lento ascendía entre la húmeda maraña olorosa a madera podrida, y a yerbas machacadas y a vainilla, adquiriendo tonalidades azules en los reflejos de sol que se filtraban por los claros abiertos en la elevada ramazón.

Jinete de un caballo moro, bajo un amplio sombrero oscuro y una larga capa negra, Gonzalo Valbuena entró en la umbrosa resonancia vegetal.

Vio grandes mariposas tornasoladas. Oyó el canto del cristofué perdido en un fondo de lianas y frutas venenosas.

Los troncos musgosos de los árboles estaban cubiertos de escarabajos con cuernos metálicos. En lo alto se oían estallidos y caían relucientes semillas negras.

Este sonido despertaba en Gonzalo Valbuena recuerdos confusos que ya habían pasado los penumbrosos linderos de los sueños.

En el poco de sol que bajaba por la espesura, pululaba el polen, volaban gordos insectos, caían flores giratorias como pequeñas hélices. Esta luz iluminaba con matices verde-azules las raíces retorcidas y escamosas como saurios dormidos.

Se oía un grito o un quejido, un santo o un lamento, rumores de ramas frotadas, pasos, vuelos ásperos, desmoronamiento de la tierra, llamadas de animales recién nacidos: todo un profundo murmullo, una oscura oración.

“Este podría ser el mundo de los duendes”, pensó Gonzalo Valbuena.

De pronto el caballo se detenía. Erguía nerviosamente las orejas. Era una culebra mapanare o una coral. Se oía un baboso deslizamiento en la hojarasca.

Gonzalo Valbuena regresaba a la aldea después de muchos años. El recuerdo insistente y la imaginación habían deformado un poco los elementos de su tierra, hundiéndolos como en una atmósfera irreal. Aquellas cosas para él tenían ahora un valor subjetivo.

Vió bajo los árboles inmensos uno más pequeño, todo cubierto de flores amarillas, y pensó: “Está bordado en 1a penumbra".

Divisó un guacamayo rojo que en una rama seca se espulgaba el pecho. y dijo: “Un guacamayo rojo habita entre las hojas de la alucinación".

De cuando en cuando el caballo moro se detenía para ramonear. Tenia preferencia por ciertas yerbas, Esto para Gonzalo Valbuena tenía ahora un significado especial En todos estos pequeños detalles había una expresión profunda de la naturaleza.

Pasó junto a una caída de agua. Era un rincón pétreo y espumoso. Era una gruta resonante. Sobre el agua enigmática del pozo caminaban algunas arañas rojas.

“Las estrellas de la noche, las estrellas del mar y las arañas rojas. He aquí un bello misterio”. Su pensamiento estuvo detenido un rato en estos elementos. Era un ámbito de azul nocturno, de silencio cósmico.

Las lianas le parecían serpientes encantadas por los brujos. El caballo recortaba el paso cuando sus cascos se hundían en el barro gomoso del angosto sendero, que de trecho en trecho bordeaba el turbio peligro de un precipicio, en cuyo fondo el río crecido sonaba como un trueno prolongado.

“En estas comarcas el invierno tiene también su sonido”, pensó Gonzalo Valbuena. Y recordó los días lluviosos de la aldea, aquellos largos días oscuros que atardecían poblados de blancos insectos en torno a las lámparas de carburo. La infancia escondida bajo la lluvia, entre apesadumbrados animales domésticos.

El caballo pasaba por el borde del precipicio afincando los cascos en el borde. Bajaba la cabeza como en busca de apoyo.

De los helechos de la orilla saltaban ranas amarillas y verdes que se inmovilizaban como hojas sobre las peñas.

“El viento le da a la selva el sonido del mar”, se dijo Gonzalo Valbuena. “La selva, con reptiles, insectos, rosas de montaña y estos bellos paujíes asombrados en medio de la luz”.

En un claro de la selva, el caballo se detuvo a la orilla de un pozo para beber. En el fondo se movían, como vistos en un microscopio, innumerables sapitos negros, larvas de zancudos, y, entre los juncos, volaban los caballitos del diablo.

Era un espacio muy amplio y liso, como una cicatriz de la selva. En derredor asomaban árboles ancianos con largas cabelleras y barbas grises.

“La soledad es aquí un circulo verde donde vuelan 1os grillos”. Esto lo pensó insistentemente Gonzalo Valbuena.

La mañana iba huyendo en los bulliciosos pericos por encima de los árboles.

Una ráfaga cálida de viento levantó la capa negra de Gonzalo Valbuena. El vió en el agua la cabeza del caballo y el envés rojo de la ancha capa. Se vió inclinado bajo el sombrero oscuro.

“Parezco un murciélago”, se dijo. “Mejor es que me quite la capa, porque eso de parecerse a un murciélago en medio de la selva no es del todo agradable. Además, ya de los árboles no caen gotas de agua, y ha pasado el aire fresco de la mañana”.

Gonzalo Valbuena sabía que ya no le faltaba mucho para salir a la sabana. Se encontraría allí con algunos ranchos, siembras de papas y maíz. En los pastizales encontraría algunas vacas. En una de las ventas del camino se tomaría un trago de aguardiente.

El claro que había encontrado era, por otra parte, indicio de que ya la selva comenzaba a ralear.

Oyó la campana de un burro puntero. Al rato apareció la recua cargada de sacos de café y cacao. Los burros venían uno detrás del otro, y por último el arriero que descansaba los brazos en un garrote atravesado en la espalda. Gonzalo Valbuena le dió paso a la recua.

—Buenos días.

—Buenos días.

¿Es de por aqui el amigo?

—Sí pero tenía años que no venía al pueblo.

—Pues llegará dentro de unas tres horas. Al salir de la montaña, el camino está bueno.

Al rato, Gonzalo Valbuena se topó con una bifurcación del sendero. “Este es ya el fin de la selva”, se dijo. Pero no recordaba cuál era el camino del pueblo. “El caballo lo sabrá”, se dijo y dejó que el caballo moro caminara a su antojo. El caballo siguió el sendero que bajaba una cuesta.

La selva comenzó a despejarse con el verde claro y brillante de una siembra de plátanos. A los pocos pasos Gonzalo Valbuena encontró un caney. En el patio había unos burros desenjalmados y bajo la techumbre de paja descansaban dos arrieros en sus hamacas. El caney terminaba en un cuartucho ahumado que servía de dormitorio y de cocina. A la puerta salió una anciana desgreñada fumando tabaco. Sostenía el tabaco con los tres o cuatro dientes y colmillos que le quedaban. Era morena, con los ojos pequeños y vivaces entre las menudas arrugas. Parecía una abuela india. Le dió café a Gonzalo Valbuena en una pequeña totuma.

Gonzalo Valbuena siguió el camino de la sabana, clara, abierta, bajo el vuelo lento de los gavilanes.

Hasta aquí llegaba el mundo en su infancia. Más allá no había más que misterio. El creía que el cielo estaba pegado de las montañas. El venia hasta estos parajes en un burro negro.

“Se llamaba “Parapara”, recordó Gonzalo Valbuena. “La fruta seca del café”.

Con su burro negro nunca pudo pasar de estos linderos.

“En la orilla del mundo escarbaban las gallinas”, dijo mirando el sol en una pequeña plantación de tabaco.

El verde claro de la época lluviosa del trópico ondulaba en las lomas de la sabana. En ciertas zonas se abrían entre las yerbas pequeños lirios silvestres.

En uno de estos espacios blancos se detuvo Gonzalo Valbuena para descansar. Ató el caballo moro a un pequeño samán y se acostó boca arriba a pleno sol, como lo solía hacer cuando salía de paseo en su burrito negro. Alguna nube le daba sombra de cuando en cuando. Entonces podía ver mejor el vuelo circular de los zamuros. Hacia los matorrales se oía el canto triste de la quinquina.

“Aquí el alma, en esta anchurosa soledad de tierra y cielo, pierde la noción de la muerte, pero es a la vez como la muerte misma donde cantan las aves ocultas”, pensó Gonzalo Valbuena.

Mariposas amarillas pasaban rozando su rostro.

Oyó en lontananza el mugido prolongado de un toro. Era como un llamado hondo del día lanzado en aquella solitaria sabana tendida hasta los barrancos rojos, hasta las densas arboledas que, ascendiendo por las faldas de las montañas, se hacían cada vez más azules hasta esconderse bajo oscuras nubes de lluvia.

Gonzalo Valbuena sintió que se acercaban unos pasos. Se levantó y vió que eran dos hombres que traían a alguien en una hamaca colgada en una larga vara sostenida sobre sus hombros.

Gonzalo Valbuena sintió un estremecimiento, un sobresalto que conmovió oscuramente su corazón. Hacía muchos años que no veía llevar un muerto en pleno campo. “Es muy posible que vayan al pueblo a comprarle la urna, como acontece a veces por aquí”, se dijo Gonzalo Valbuena.

Lo traían envuelto en una sábana. Los pliegues de la tela marcaban el perfil del rostro y las manos puestas sobre el pecho.

—¿A quién llevan ahí? —preguntó.

—A Gonzalo Valbuena —le contestaron.

Se quedó inmóvil, aturdido, como si su cerebro se hubiese convertido de pronto en una colmena.

Vió que los hombres se alejaban a paso largo y lento, como si pisaran en el aire. Recordó que no les había visto la cara.

“Tal vez la impresión no me permitió verles el rostro y solamente me detuve a ver al muerto. ¿O es que no tenían cara?”.

La pregunta que se había hecho lo llenó más de terror. Miró en torno, y en medio de la soledad sintió que todo su cuerpo se erizaba. Montó a caballo y echó a correr, pero por más que corrió no pudo alcanzar a los hombres que llevaban al muerto.

Eran las doce pasadas y el sol ardía en las espaldas y en una que otra cigarra que había sobrevivido las lluvias. Eran cigarras roncas, aferradas a los troncos de los arbustos dispersos.

Llegó a una zona baja y fangosa con amplias charcas cubiertas de limo verde. Era más bien un juncal.

Gonzalo Valbuena se detuvo a mirar unos patos güiriríes que surgían del agua espesa como flores rojizas. A su espalda volvió a oír unos pasos largos y lentos. —Prepárese para que le entregue el alma al diablo.

Gonzalo Valbuena se volteó con un frío negro en todo su ser, pero aún con la imagen de los patos güiriríes que surgían del agua espesa como flores rojizas.

Vió el brillo de un machete en el aire, instintivamente se cubrió la cabeza con el brazo izquierdo. Sintió un vacío en la muñeca, un ardor helado y húmedo. La mano había caído en el barro. Los dedos se encogieron un poco como si quisieran asir la tierra.

“Es mi mano, mi mano izquierda”, dijo Gonzalo Valbuena y trató de tomarla con la otra mano, pero en ese instante sintió que una lámina cortaba músculos, venas y huesos en su espalda. La carne ardía como barro caliente. Dió unos traspiés y cayó al agua cubierta de limo verde. Su cara dió vueltas bajo el agua entre juncos podridos. Hizo todavía un esfuerzo y la movió hacia el barro arcilloso. Pudo ver que los dos hombres se alejaban a paso largo y lento, como si pisaran en el aire.

Un gallo de fuego estaba cantando en su memoria.

Así estuvo un rato sintiendo el fluir de la sangre, con el rostro cubierto de barro que el sol del medio día secaba como una vasija rústica. Todavía pudo ver el juncal que se perdía como hacia las márgenes de un desierto oscuro. Comenzó a sentir un sueño profundo en el leve rumor de la sangre.

A la orilla de sus ojos se posaron algunas avispas largas, color de miel.



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