I
Con un fulgor de huesos, con
barro entre los dientes,
vas buscando en la sombra a tus viejos soldados
caídos en mesetas lunares del Caribe.
Por la tierra cuarteada vas pisando costillas,
desdibujando cruces que la sombra del cactus
alarga entre pedruscos. Remueves los peñascos
en busca de una tumba, en busca de tu muerte,
y sólo encuentras sapos y un lamento que nace
de las grietas volcánicas. Tu muerte ya no es muerte
en estas soledades de palmeras quemadas,
de arbustos renegridos por el turbio verano.
Tu muerte ya no es muerte, sino un viaje que empieza
en las cumbres incaicas y sigue por las selvas
y pasa a nuestra tierra que reservó la noche
para que tú habitaras gobernando en el tiempo
fuegos fatuos, aullidos y el canto de los gallos.
II
En barcos fantasmales, con
gritos, con espadas,
bajaste por los ríos al gran río de América.
Penetraste en la selva de plantas sudorosas,
en la selva que enciende luciérnagas de lluvia,
dando lumbre a las flores primarias de la tierra.
Penumbra donde vuelan mariposas de fuego.
Ámbito de las aves más bellas de este mundo.
Espacio que vigilan los jaguares del tiempo.
Sombra verde, poblada de pasos invisibles.
Resonancia del mar, del cielo, de la muerte.
En ella no combaten las noches y los días.
En ella pasan juntas las sombras y la luz.
En ella se detiene el tiempo entre las lianas,
y sólo se renueva en el amor oculto
de insectos como joyas, de fieras que se muerden,
de serpientes que trenzan sus babosos colores.
Entraste a esta morada sin techo y sin estrellas,
sin caminos ni sol, donde se oye la muerte
mordiendo, en la hojarasca, huesos, ramas, almendras.
Se apoderó de ti la verde alma sangrienta
del hosco Curupira, que defiende los árboles,
y amansa los caimanes, y recoge el veneno
de húmedos alacranes, y camina hacia atrás
para perder la gente en el cálido vaho
de aguas que se fermentan con flores y gusanos.
Te envolvió entre las redes de peludas arañas
que llenan de lamento los ocultos rincones
del alma de Canaima.
Te produjo el insomnio con nubes de zancudos.
Te transmitió la fiebre de lentas llamaradas.
Te dio a comer raíces que conocen los brujos.
y te hundió en el delirio del polen que en la sombra
engendra la arboleda de los duendes azules.
Cuando saliste al mar ibas solo y perdido,
solo entre tus soldados, bajo una lluvia lenta
que enciende por el cielo el penacho de Dios.
III
Eras un golpe sordo de la
muerte,
un signo doloroso en la tiniebla,
la respuesta de un eco que maldice
de barranco ,en barranco.
Caías en regiones del verano,
como un ángel oscuro que desata sus fuerzas
entre piedras nocturnas de rojas geografías.
Levantabas el fuego del fondo de la noche
para mirar tu gente dormida entre los árboles,
para mirar tus muertos,
la cara de tus muertos,
los ojos de tus muertos,
los dientes de tus muertos,
la ropa de tus muertos,
la pobre ropa triste
de soldados dormidos para siempre en la yerba
bajo un silencio lento de zamuros.
Ibas de hora en hora y regresabas,
cojo de oscuridades,
con monótono golpe de ataúd,
de madera de muerte,
sonando con tus armas;
sonando en el silencio de la noche,
sonando en el silencio de los astros,
sonando en el silencio de las ranas,
rumiando alguna muerte,
una traición luctuosa en tus amigos.
Ibas solo en la sombra como un odio.
Te gustaba el terror que estremece las selvas y los ríos
cuando combaten roncas las fieras en la noche.
Y tus ojos caían en aguas que descienden con lumbres
hacia fondos de llanto.
Ibas buscando el oro que brilla en las vertientes,
removiendo las tierras de la muerte,
imperios vegetales,
hiriendo el árbol negro que segrega resinas venenosas
y dora en su follaje las frutas de la fiebre.
No tuviste castillos ni palacios,
como tu rey en campos de Castilla.
No tuviste carruajes ni alamedas,
ni feudos con iglesias y olivares.
Pero tú eras el dueño de selvas donde nacen
las más bellas serpientes,
donde las mariposas, de lento vuelo rojo,
hechizan los espacios,
donde duermen los pumas como formas sagradas.
Y eras dueño de ríos que bajan de los Andes
cruzando territorios de viejas brujerías.
Allí estaba tu fuerza, cojo de oscuridades.
Allí caían las lluvias
que lanzan al crepúsculo densas nubes de insectos.
Allí estaba tu imperio de vastas soledades,
las grises termiteras como templos,
las taciturnas aguas de las garzas,
las arenas fluviales pobladas de tortugas,
los cactus ardorosos en ásperas comarcas que semejan
desiertos cementerios aborígenes.
Y allí estaba tu muerte dispersando en la noche tu fantasma.
|
Playa del
Tirano, en la Isla
de Margarita, donde desembarcó Lope de Aguirre.
Fotografía de Alfredo Boulton
|
IV
Bajo la Cruz del Sur colgaban tus
ahorcados,
de perfil a los fuegos del verano nocturno
que mueve los ramajes de turbios avisperos.
Mirabas sus cabellos
caídos sobre el hombro de la muerte.
Cuidabas su silencio, cojo de media luna,
mirando los zamuros que en los árboles secos
esperaban el día para dejar tus huellas
en forma de esqueletos vestidos con harapos.
V
Levantaste tus tiendas en un
lugar de palmas,
de rocas con espinas,
donde la noche cae con máscaras de fuego.
Tus tiendas bajo el cielo, con verdes calaveras
de luna, risa y tiempo.
Sólo un silbo en el aire, la soledad del hueso,
la tierra que se aleja bajo truenos azules.
Había entre las yerbas algún venado muerto,
con larga cornamenta en un aire de grillos;
fogatas que alumbraban arcabuces y lanzas,
mientras sobre las piedras tus hombres amolaban
sus delgados cuchillos de filos estrellados.
Un viento de banderas pasaba entre las palmas,
golpeando secos cueros de pumas y jaguares.
Estaba allí tu hija rodeada de luciérnagas.
Y estaba otra mujer recogida en sí misma
oyendo el olivar de su memoria.
Y tú ibas cojeando en tu capa de espanto
que el viento levantaba como alas de murciélago,
y pasabas la noche de palma en palma oyendo
a los Tigres-Kanaima
que acechan en la sombra con dientes de candela.
VI
Llegaste a una llanura de
sequías,
de tierra que se oxida como hierro.
Allí el maíz se seca en filas grises
como antiguos so1dados de los dioses.
Allí la tarde tiende !paños de lana roja en los
espacios,
espejos incendiados de cigarras.
Allí estaba tu hija arrodillada,
rogando ante las lumbres del poniente.
Allí la asesinaste y con su sangre
manchaste las orillas de los cielos.
La sombra te esperaba con bambúes,
con gritos de animales, con barrancos
que iluminan relámpagos nocturnos.
Allí estaba tu muerte,
en la llanura de tus banderas negras.
y en un árbol quemado por el rayo
colgaron tu cabeza ensangrentada
como una vieja lámpara de aceite.
VII
En el campo reseco de ardidos
cujisales
el viento arremolina polvaredas rojizas,
caballitos del diablo y flores espinosas.
Aquí el sisal inmóvil de lámina afilada
brilla como un desierto de soldados dormidos.
Aquí las yerbas arden inclinadas al viento,
la lagartija muerde un insecto de plata,
y el soplo de la tarde que pasa oscureciendo
el áspero follaje, arrastra un polvo ocre de antiguas soledades
por llanuras de secas calabazas.
Sólo se oyen las yerbas,
las cigarras y el canto de palomas tijúas.
Aquí entre los cujíes, en este aquí de fuego,
los zamuros devoran la carroña de un asno,
alzando por el aire un negro remolino,
mientras el rey-zamuro gobierna en el silencio,
a orilla de la noche, junto a las aguas muertas,
donde tú recomienzas tus pasos de candela.
VIII
Pasaron los jinetes por un
tapiz de sombra,
en sus caballos blancos, entre las altas yerbas,
entre grises penachos de secos cereales.
Pasaron cabizbajos en sus largas cobijas,
como lentos fantasmas, bajo la tempestad,
y vieron tu perfil de muerte en la montaña,
hecho de resplandor, de rocas y de truenos.
IX
Cuando pasa la lluvia por los
cacaotales
y vuelan las !primeras luciérnagas del año,
inicias una música de vastas soledades
en el fúnebre canto del yacabó que vive en el
confín del día.
Van las colinas solas, ondulando en el tiempo
de lejanos relámpagos.
Va el viento entre las casas de familias labriegas,
donde los niños miran tu lumbre en los murciélagos
que vuelan en la sombra de las vacas dormidas.
Entras en las cocinas y mueves las cenizas del fogón,
las redondas vacijas,
las sartenes que guardan la historia de los pobres.
Y en los viejos rincones de hollín y telarañas
te escondes a encender los ojos de los gatos.
Golpeas con el viento las puertas de las chozas,
y te gusta agitar esas ropas tendidas
entre los pavos-reales que duermen en las ramas
con brillos de cometas apagados.
Y te gusta anunciar la muerte en esos campos
con un largo lamento de perros espectrales.
X
Cuando los campesinos dejan
un ataúd
a orillas de algún río con sombra de bambúes,
y en la madera mueve la luna sus arañas,
tú vienes con tus pasos de largo cementerio,
de soledad que mueve magnolias en la sombra,
despertando las cabras negras sobre la arena.
Te gusta merodear en torno a la madera,
arrancarle sus clavos, clavos definitivos,
mirar adentro un rostro con la boca sellada,
con los ojos que bajan lentamente, que bajan
hacia un polvo de flautas que suenan en el tiempo.
Te gustan esos muertos, abandonados, tristes
a orillas de los ríos.
XI
Pasaron los
tambores
—duro sonido de cuero al pie de colinas pedregosas—.
Pasaron los tambores por las chozas
que brillan en el sol de las arenas,
cuando los guacamayos abren colores en la tristeza vesperal.
Pasaron los tambores bajo los tamarindos de los negros.
Pasaron los tambores hacia la noche de hondas llamaradas,
de caballos que corren hacia horizontes de astros.
Pasaron los tambores
como la iniciación de una leyenda
en las fulgurantes comarcas del día,
de acacias que se alejan hacia azules confines.
Pasaron los tambores
hacia la llanura donde se festeja la muerte,
donde tú reúnes tus largos ataúdes.
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Puente de Reinaldos,
en La Asunción,
isla de Margarita.
Fotografía de Alfredo Boulton
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XII
A veces estás triste, lo
mismo que la noche,
entre viejos graneros donde brilla el arroz,
donde las ratas mueven la lumbre de sus ojos.
Entonces en las casas labriegas alguien dice:
"El Tirano esta noche se ha ido con el viento.
Por eso los samanes semejan altas rocas
y en el agua estancada las ranas se han callado.
Esta noche el Tirano se ha ido a otra comarca
y tal vez esté hablando con Juan Vicente Gómez.
Uno bajo su capa que se levanta en llamas
y el otro con un traje de general en sombra".
Por sobre los ramajes, las lejanas estrellas
derraman por el campo un silencio de frío.
En círculo se miran las familias labriegas
y una ráfaga azul estremece los gallos.
XIII
La madrugada tiende por
colinas en llama
tu soledad que tiene el ruido de los dientes
de los puercos salvajes
que en la selva mastican duras nueces de sombra.
El trueno va rodando por confines de roca.
Los campesinos duermen bajo los brillos
de las hojas de plátano,
y sienten tu presencia de esqueleto incendiado,
tu lamento de hueso que va hasta los juncales.
Espantas caballos dormidos en arenas de luna.
Derramas maíz en los graneros.
Lanzas piedras de fuego contra los gavilanes
que la noche reúne en los árboles secos.
Y te alejas aullando con los perros luctuosos
que vigilan las casas o duermen sobre tumbas.
XIV
Los faroles reúnen mariposas
que bajan
de rocosas colinas,
y abajo están las flores de coronas-de-Cristo,
y viejos vendedores que esperan la mañana
para tender al viento sedas de mandarines,
pañolones espesos con un color de vino,
baratijas que brillan como grillos de luna.
La noche de la aldea tiene un rumor de palmas,
y por los techos canta fúnebre el chupa-huesos
que remeda tu silbo perdido en las sabanas.
XV
Las iglesias rurales,
blancas, en la llanura,
están en un silencio de caballos dormidos.
Entre las yerbas saltan blandas ranas de luz
y en las alturas vuelan jazmines siderales.
La noche va labrando sus puertas como huesos
que gimen con el viento oscuro de los astros,
del maíz, del tabaco y la tierra arenosa.
Por confines de palmas va tu espanto incendiando
la ropa de los pobres.
Vas sonando en el campo con sonido de furia,
en un vitral de fuego que derrite la noche,
y tu sonido cae en ecos de barrancos,
de lamentos que nacen en densas arboledas,
en rebaños que huyen por gramíneas de sombra.
Tu muerte sobrecoge la soledad campestre
en los niños labriegos
acostados en hojas que ha secado el verano.
Tu muerte es una ráfaga de miedo y trueno azul
que pasa por el patio de todas las viviendas
y se detiene a veces
en los ojos llameantes de alguna cabra negra.
Y tú mismo te espantas con estremecimiento
de samanes de luto, de brillantes paujíes,
cuando tu espanto pasa cerca de alguna iglesia,
cuando en sus puertas gime el viento de los astros.
Sabes que adentro hay un silencio de rostros de madera,
inclinados sobre una luz de lámpara,
mirando en la penumbra nuestros huesos roídos.
XVI
La noche avanza con cactus de
vidrio,
con ardillas dormidas en el territorio de la infancia.
El atardecer tuvo un color de mandarinas en las nubes.
Pájaros migratorios rodearon la torre de la iglesia
y las campanas nos llevaron por las palmeras
que abren paseos celestes en las charcas.
Miramos el brillo de las ranas.
Había yerbas en el cielo del agua,
un caballo mojado donde comenzaba a salir la luna.
Ah, tierra maravillosa
que enciende lámparas de kerosene bajo los tamarindos!..
Ambito que guarda el fulgor de los colibríes
al volar hacia la sombra.
El gallo canta en una rama,
todo de cristal oscuro,
y en su canto de aire morado tiemblan las estrellas.
En los patios de la aldea las mujeres dejan tijeras abiertas
para que tu alma de llamas anaranjadas
se aleje hacia los horizontes donde mugen los toros.
XVII
Bordada de campánulas el agua
no acoge tu osamenta que quiere descansar
río abajo en la noche, a orilla de los lirios,
donde el venado viene a beber en las tardes.
Pasa el agua y refleja tu oxidada armadura,
tu espada de fulgor que cortó en Margarita
cabezas de marinos, de frailes, de escribanos,
entre redes tendidas a los vientos salobres.
Pasa el agua y te muestra sus viviendas de piedra,
sus ventanas musgosas que iluminan hundidos candelabros.
El agua pasa y lleva un espacio de llanto,
donde enciende su llama la rosa de montaña,
donde la noche guarda tu presencia de espanto.
XVIII
¿Qué hicieron con tus huesos
en este clima que enciende cañas,
que engendra coleópteros brillantes
al borde de aguas pútridas,
que describe grandes helechos en el aire?
Hay una llanura en tu muerte,
una llanura donde corren los toros salvajes.
¿Qué hicieron de tu muerte?
Tal vez una guitarra de sombra
en el viento de las aldeas.
¿Y qué hicieron con los huesos de tu hija
en la tierra donde resplandecen los áloes?
Tal vez una cruz de camino,
o una flauta o una gota de luna.
No tienes ni tus huesos, ni tu muerte;
ni los huesos, ni la muerte de tu hija.
Sólo eres una guitarra de sombra
en el viento de las aldeas,
una presencia que inflama la noche
en la memoria de los campos.
XIX
La sombra tiene movimiento de
helechos,
lumbres intermitentes de luciérnagas,
sonido de aguas lunares.
Caimán verde de musgo, dormido al borde del tiempo,
sueño primario bajo el resplandor de árboles celestes
con frutos como soles de cerámica.
El alma tiene aquí una luz de anchas arenas.
Tras las cañas amargas la serpiente coral
silba como una estrella.
La serpiente coral es bella aun en su peligro,
y los niños, en las chozas dispersas, la oyen,
y sienten tu presencia en estas riberas cálidas,
tu presencia de fulgores en el agua.
Pero al amanecer olvidarán tu fantasma
y saldrán a comer mereyes rojos.
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Sabana de
Aguirre, estado Carabobo, donde acampó el Tirano Aguirre, rumbo a
Barquisimeto.
Fotografía de Alfredo Boulton
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XX
Llegaron las langostas
oscureciendo los cielos,
en oleajes rojizos bajo el sol,
y el sol quedó ante nuestra vista como un mamey,
como un mamey devorado por las langostas.
Cambió el color del mundo
y ví perros anaranjados mirando fijamente la tarde.
Las langostas cayeron una a una
y tú dispersaste tus llamas por la noche.
XXI
Mi infancia tenía una cigarra
que seguía cantando en la noche
como una estrella en el pozo de los ahogados,
donde "las flores le hacen un tatuaje de colores al agua".
Sí, un niño se había ahogado en lo más hondo del río
y sus ojos ya no vieron más el martín-pescador
que vuela cruzando el día en el follaje celeste del agua.
Mi infancia tenía una cigarra de vidrio
adherida a la puerta de la noche
de vieja madera labrada por la lluvia,
como las puertas de campo o las puertas de los cementerios,
por donde pasan las vacas iluminadas por la tristeza vespertina.
Caían los días en una soledad de corredores y aposentos,
con lámparas de aceite encendidas bajo imágenes de santos,
y más allá de las ventanas
comenzaban a correr tus caballos en la arena.
XXII
Caballos,
caballos de la noche van corriendo
por las yerbas delgadas de los astros,
de horizonte a horizonte, donde el hombre
guarda la soledad en las guitarras.
Caballos,
caballos del misterio van corriendo
con lumbres en los lomos, bajo el trueno
que estremece las aguas estancadas
y los juncos dispersos del relámpago.
Caballos,
caballos de la furia van corriendo
por un azul desierto de palmeras
hechas de altos reflejos en el cielo
y de rumor del viento que las mueve.
Caballos,
caballos de los muertos van corriendo
entre gritos que salen de los ríos,
de las aguas que lloran en la orilla
lenta de las luciérnagas del tiempo.
Caballos,
caballos con sonido de tu muerte
van corriendo.
XXIII
Los que degüellan toros a
orillas de la noche,
bajo un cielo de hoguera donde vuelan los buitres,
ya han colgado los cueros pesados en el viento de las tunas.
Los que hornean ladrillos en bermejos barrancos
le han dejado a la sombra sus leños encendidos.
Las mujeres que lavan entre piedras del río
han tendido la ropa como lentos velámenes
en un aire dorado de lejanos naranjos.
Los que recogen granos en valles de cigarras
se sientan en los patios de la última luz,
donde los colibríes brillan como en un vidrio.
Y los niños que cuidan caballos en laderas de flores,
los reúnen en espacios azules.
Todos cierran el día con sus llaves sagradas
y esperan que la noche se inicie en las espigas,
en el viejo sombrero de los espantapájaros,
en los foscos confines con nubes de diluvio,
en el trueno que baja transportando la sombra,
en la luz del relámpago que ilumina las cruces
del cementerio abierto en la colina,
por donde pasa el viento de tu espanto
dando brillos de luto al espeso follaje.
XXIV
Comencé a ver una flor
y he aquí que devino un fuego azul
en el rincón de un precipicio del tiempo
que sostiene sus yerbas para el viento
y una calavera de toro con cuencas amarillas
que guardan sombras como los cráteres lunares.
Sonaron los astros en el ámbito del corazón
con follajes brillantes hacia el valle.
Me detuvieron las rocas al borde de las praderas,
donde silba la soledad inclinando los arbustos,
donde las arañas tejen viviendas siderales.
La noche era un sarcófago iluminado por caídas de agua.
Los sentidos ascendían entre hojas de plátano,
en el infinito terror silvestre
con fugaces llamaradas de tu muerte.
XXV
Tu esqueleto cubierto de
telarañas fulgura
sobre la tierra reseca con movimiento de ramajes fúnebres
y asombro heroico en tu calavera.
El viento agita sábanas
y sonidos de astros en la memoria,
como en un espacio donde se convocan los reyes muertos
para mirar la eternidad en los cielos claros del verano
con serpentinas de luz que caen sobre las tumbas.
Avanzas lentamente, con tus roídas costillas.
Crecen tus huesos en la noche de las bellotas,
en tu andanza entre viviendas
recostadas en los declives, bajo todas las estrellas.
Crecen tus pasos sonando en los pedruscos,
y en tus dientes se ríe una luz.
XXVI
Los árboles heridos manan
leche.
Los árboles heridos se agigantan
y detrás de sus ásperos ramajes
se ensombrecen los cielos del poniente
con espesos colores de resinas,
de miel y rojas tierras de vasijas.
Se ensombrecen como una alfarería
como las afueras de una aldea,
donde las lavanderas extendieron
pesadas telas que levanta el viento.
Sostienen los ramajes negros nidos
al borde de la tarde que se ahonda
hacia cárdenas nubes invernales.
Al fondo, en las colinas de las rocas,
los campesinos suenan sus guaruras
de espacio azul de vacas y caballos.
Más allá de estos árboles un niño
recoge de las nubes su cometa
que baja en la penumbra como un astro.
Pasa el viento arenoso del tabaco,
el soplo de la noche por el alma,
y entre estos viejos árboles heridos
tú surges de la sombra con tus máscaras
que derriten relámpagos de lluvia.
XXVII
Los armadores de barcos
clavan maderas en el sol poniente,
manejan láminas de metal y son dueños del fulgor
en una algarabía de gaviotas que vuelan en los ojos de las mujeres tristes.
Ellas llevan la cabeza envuelta en paños rojos
recordando las playas de la Biblia
en una tarde de velámenes extranjeros.
Los armadores pisan la luz en los caracoles
que la isla acumula bajo un viento salobre de maderos
que el mar ha pulido .como calaveras de elefantes.
En su mirada la soledad levanta palmas,
lejanías de costas ocres.
El mar ondula sus colores en un olor de calamares,
en un espacio infinito que ilumina islas
en el fondo de días lejanos.
El mar despide al día con redes celestes,
abarca lentamente la noche con un movimiento de veleros,
en las sombras cambiantes del agua,
donde tú lanzas livianas bolas de fuego.
XXVIII
De las colinas de la isla
salen cangrejos
a brillar en el sol
ya tender una soledad de arena y palmas
que suenan en el aire del mar.
Se dispersan las yerbas hasta las casas de la aldea,
y surge una torre blanca de otro tiempo
entre las aves marinas de Cristóbal Colón.
Hay flores en la plaza
que encierra un silencio ardiente de mediodía.
La gente está escondida.
Alguna cabra pasa por la calle de los datileros.
Aquí dejaste tus muertos
tendidos bajo un sol de moscas.
XXIX
El día cae con ramos de
naranjos,
con campanas de colores crespusculares,
con pasos lentos de asnos que regresan a la sombra,
con puertas de cementerios que se cierran
con un brillo de cigarras,
con movimiento de grandes hojas que oscurecen el corazón,
para que tú vuelvas a construir tu morada de fuegos fatuos,
de caídas de agua y raíces fosforescentes
y lumbres .celestes por donde huyen vitrales de la muerte.
Apareces vestido de cristal bajo la lluvia,
en un viento de espejos que estremece árboles
como cabelleras de arpas.
Te hundes en los sonidos lúcidos
donde duermen los gavilanes.
Descubres zonas de fulgor,
allí donde la noche tiembla en sus espinas.
En tu cráneo suena el trueno de las montañas.
En tu cráneo está el rumor del mar.
En tu cráneo suenan los árboles como veleros.
Tu muerte está en el recuerdo de la sal.
Tu recuerdo levanta remos, velámenes de luto,
tempestades que reúnen cangrejos en las bahías,
espadas que decapitan funcionarios reales
sobre desiertas playas de guitarras y maderos.
Te veo empujando puertas,
socavando aposentos nupciales de marinos,
quebrando pequeños espejos de novias,
maldiciendo a tus so1dados que degüellan cabras
en plazas de datileros.
Te veo quemando los paños de las iglesias,
las flores de papel en los altares,
las pestañas de los santos,
los libros sagrados que han mojado las goteras.
Te veo encender una antorcha
para cuidar el sueño de tu hija
que duerme en un césped de grillos.
Te veo de nuevo en las cárceles de piedra,
en sótanos de gritos de lenguas cortadas,
dispersando tus ojos en el agua de las ratas.
Te veo de nuevo con tus soldados
subiendo a la cumbre del sol de los venados,
sembrando allí la horca,
mirando tus ahorcados a orillas de la noche
que comienza a sonar con un viento de yerbas.
La noche que ahora mueve ramas de vidrio en tu lluviosa muerte,
en la lluvia oscura y lenta que no apaga tus ojos en llama.
XXX
A veces eres el rumor de
cascos de caballos
que levantan chispas en las piedras del camino;
el rumor del maíz movido por el viento seco del verano;
el rumor de establos donde las vacas
espantan las moscas de la noche;
el rumor de la sombra en casas abandonadas,
donde la gente ha olvidado una silla de cuero
para que se siente algún reflejo
vestido de tela de algodón;
el rumor de palas que remueven el café;
el rumor de palmas reales
movidas por la brisa de los muertos;
el rumor que en estas soledades,
nace de los parajes umbríos de nuestro corazón.
XXXI
En lo alto de la colina donde
duermen los colibríes
te yergues con una capa de viento azul
que abre grutas lunares en las nubes.
Cuentas monedas como astros,
cuentas botones, alfileres de brujos,
dientes de oro de .los muertos,
risas que se responden en los barrancos.
Con tus manos incendiadas
llamas carceleros, torturadores, máscaras del diablo.
Con tus manos incendiadas lanzas colina abajo
barriles de viejo vino,
puñados de huesos, calaveras de toros,
aullidos de perros funerarios.
Mueves el furor de tu muerte
despertando buitres, llamaradas en los pastizales,
lamentos en las cercanías de las viviendas rurales.
Andas en busca de los que enterraron dinero
en las faldas de las montañas
o en casas de ladrillos carcomidos.
Con risas, con gritos, con silbos de serpiente,
te pierdes en la ondulación de las colinas.
XXXII
Es cierto, la vida del hombre
pasa como un día
que ilumina las afueras de una ciudad
con rumores lejanos de una tristeza
que ha guardado el corazón en sus jardines.
Es cierto, la vida del hombre pasa como un día,
con un arcoiris en el fondo del valle,
sobre la tumba de sus parientes.
La pesadumbre deja lágrimas sobre las hojas
como lluvia caída de los siglos;
la alegría corona fugazmente nuestras sienes.
Por eso yo preferiría vivir siempre a orilla de los arroyos
para mirar mi alma en el movimiento de la fronda
como en la iniciación de una música eterna.
Como la vida es breve, son más bellas para mí las montañas
y las arboledas que se alejan azules por las tardes.
Por esta razón guardo un césped donde saltan los conejos.
Es cierto, la vida del hombre pasa como un día,
pero tu muerte es una noche de aguas estancadas
donde flotan los decapitados.
XXXIII
La soledad del día es más
honda y límpida
si encontramos un paraje donde los lirios florecen entre piedras.
Allí encontraremos nuestra edad, con días lejanos en las montañas,
donde un viento húmedo reúne las vacas en las laderas verdes.
La soledad de la noche es más honda y límpida
si miramos la eternidad en los lirios que florecen en el cielo.
Allí encontraremos nuestra muerte sin fondo.
Pero en la noche sobreviene el terror de los huesos,
la angustia del corazón en sus ramajes agitados por el viento,
cuando algún resplandor ilumina tu osamenta en los árboles secos.
XXXIV
He aquí una pradera nocturna
de lirios
nacidos con las primeras lluvias equinocciaIes.
Vienen de los huesos diseminados por el tiempo
en los espacios abiertos del campo
que resplandecen en un sonido de grillos.
La muerte es más larga que la vida de los astros,
mas los huesos vuelven a nacer con música de flauta.
En esta pradera hubo una vez algún signo de amor,
una iniciación de alegría.
¿Acaso los que murieron sembraron semillas en esta tierra?
Ellos cantaron y ahora los oye la sombra.
Los lirios nacen en el silencio de la noche
y un ligero viento los agita.
La muerte es más larga que la vida de los astros,
pero en ella hay una alegría que mueve los ramajes,
que ilumina las campánulas de los manantiales
y sostiene el corazón en la historia de los valles.
Pero tú pasas por la noche pisoteando los lirios.
XXXV
Cuando nace una flor y sus colores
se hunden en nuestros ojos abismales,
el tiempo va avanzando hacia la muerte
de soles y cometas.
Nuestro mundo que dió música al hombre
y templos para Dios hizo de piedra,
irá girando hacia el eterno frío.
Y tú continuarás, siempre de fuego,
en busca de tu muerte por llanuras,
que, en la sombra inmtutable del espacio,
verán la luz del número infinito.
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