A la memoria de Consuelo,
magnífica Esposa, Madre y Amiga
A Beatriz, Fernando y Gonzalo Gerbasi
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Alí Lameda
Viene hoy a mi recuerdo la imagen de Vicente Gerbasi, como un día luciera, fresca y pura, con todo lo que tuvo de mágica y fulgente su hermosáJhumanísima envoltura. Sobre esta tierra nuestra, de incólume y bravía palpitación, salvajes cumbreras y raudales marchó su esplendorosa poesía hecha de ardientes zumos y alondras siderales; hecha de lo más prístino que irradia el suelo suyo, en el país llamado Venezuela, rico de hondos boscajes que rasga un gran cocuyo glauco, y sierpes y brujos con ojos de candela; de las umbelas de cinabrio rico, de toros y sidéreas raíces, del curare mortal, y el sol que se abre, flamígero abanico, y el jaguar hecho luna, y el alma del Maremare. Poesía que junta sin fatiga polen, terrón, crispados crepúsculos y abejas, brumas, obscuros mástiles. una hechizada espiga de tornasol, grisáceas y bermejas mariposas. ¿Qué vemos en el mundo de alegría y tristeza de su especioso canto? Vemos al alba un tigre sitibundo. Vemos astros cayendo, columnas de amaranto. Vemos gaviotas, pájaros de vidrio, caracoles yertos, cuando la aurora despliega su rojiza clámide, y al par vemos pequerlas nubes, soles de ópalo, y al unísono la estela tornadiza de las cosas, la lumbre del día y la penumbra, y muros escoriados, puertas viejas, guadarlas y aquí y allá una imagen de ayer que apesadumbra, y un trueno obscureciendo terrible las montarñas que a flor de café huelen; vemos charcas, honderos, vemos al tiempo en su árida constelación vetusta, y vemos astromelias, crisoles y avisperos, vemos al canto en su medida justa. Vemos parientes suyos. de perfil ante un horno. junto a un perro, parientes de charla incomprendida y que tal vez vinieran de un mundo sin retorno mientras muy cerca ondeaba la flor resplandecida del bucare. y sigamos tú y yo, sigamos viendo lo que él amó en sus íntimos frondajes de una propia maravilla interior, tras su crescendo múltiple. y su hechicera, prismada cornucopia. A este mundo Vicente un día vino para ser como él siempre sería, sin rebuscos. Así bajo esta cúpula solar me lo imagino, junto a una viva fuente de ramalazos bruscos, viéndolo todo a fondo con sus ojos de espléndido cantor, viendo la escama plomiza del misterio, los íngrimos despojos en que al final termina -agónica su llama-, sueno y carne y amor; viendo una inciena planicie funeraria, viendo naranjos de oro, la coral que alucina, túmulos, y la Puena de los Siglos, y casi difunto el sicomoro. Así me lo imagino, entre cujíes punzantes, y coleópteros, dioses pétreos, en una era de aves acuáticas y un sol de colibríes. Me lo imagino al pie de la laguna imaginaria, frente a la rotonda mítica, en un insólito universo de espejisroo, libélulas violáceas, y anaconda. Dominio bien hallado, perdido, rudo y terso. Dominio: arriba un aire lila, y ebrias volutas y humaredas y halcones famélicos, que trajo un viento atroz, y abajo las esenciales rutas por donde viene y va el escarabajo de alas negras y cárdenas, colmenas arnbarinas, y abajo, por el flujo y el reflujo del tiempo, harpas, veranos, rutilas eritrinas y el collar de colmillos de báquiro del brujo. Este el dominio que arde, perfuma y serpentea de Vicente Gerbasi -como acabo ya de decirlo-, quien nació en la aldea más bella de gustarse y amarse: Canoabo. y desde nino, en esa comarca en flor, a orillas del cafetal, la ciénega, lo que su encanto efluvia se alzó, viendo las húmedas bellotas amarillas del cacao, los pájaros que llaman a la lluvia. Poco a poco Vicente se hizo allr de la ciencia de comprender la tierra, y en todas sus porciones, de sol y misterisa opalescencia y enjambres y colinas quemadas, y almendrones. Vicente, ya su pecho sembrado del hechizo de los astros, Vicente que conoce las lloras y al paují quiere, al pobre conejo espantadizo y las cigarras y las corocoras, entre un aire de túnicas y antorchas, bajo el humo del enigma, bajando ya el sol de los venados, viendo los lisos frutos redondos del toturno y gallos rubios y tornasolados. Tal Vicente con su ángel de paz, su crucifijo de roble, tal Vicente con su áspero deleite pena y sed, tal el Hombre -como el mismo lo dijo-, que vio la Cruz en una luz de aceite. Tal su cielo, cuanto éste de hondo y fecundo alcanza en una alegoría de arco-iris y lotos, soles que se nos meten corro una ardiente lanza y pumas y oropéndolas, y algas dulces y onotos. Vengamos y sigarros siempre viniendo al clima de su canto de innúmeros aromas, longitudes ígneas, cuanto él derrama, cuanto por dentro anima como una río que arrastra serpientes y ataúdes de musgo gríseo, arrastra plumajes, carameras, perros marchitos, garzas yertas. Eso y un poco más. Entremos al mundo sin fin de sus palmeras solares, y allí ver el sorrocloco de amarillentos frutos de su ninez, el puro silencio de las nubes, sin sed, ni luto, ni hambre, y donde imperan rudas hembras, y el rey zamuro de cuello rojo, peces de ágata, y el enjambre El alma de Vicente vibra en este campo suyo, en que vemos hogueras y redomas plateadas, turas, y un fogón celeste, murciélagos, prismáticas palomas. y vemos y sentimos una brisa de orquídeas, pobres gentes vestidas de penuria y un gigantesco dombo que se irisa al ocaso, y un mar, dragón de furia azul, y un demonio que interviene en todo a medianoche; donde vemos el rastro que deja el tigre, y vemos la muerte que allí tiene la forma de un venado con cuernos de alabastro. Ahora ya el mirífico Poeta no se halla, por desgracia, entre ncsotros. Partió en la madrugada hacia una quieta región en que no hay luna, ni agita el sol, ni hay potros piel de cobre. albarizos y plúmbeos y alazanes. Ya sus ojos no ven el Caballito del Diablo. ni a los pardos, ocrosos gavilanes que cruzan como flechas el ámbito inaudito del cielo. Ya sus ojos no miran los helechos leñosos, la crisálida que en sí misma se muda, la mujer que sus muslos y sus pechos bajo los naranjales del poniente desnuda. Ya sus ojos de un tiempo no miran las barrancas cuarzosas en la tarde. Pero sobre su huesa -cuando se tornan cárdenas y áureas las nubes blancas- seguirán volando aves de plumas de turqueza; y en su silencio un árbol habrá de grandes hojas vítreas y opalescentes; lo romperá el flautista suyo. y una tras otra, raras hormigas rojas irán por él, en medio de un alba de amatista. Y en el claro, fragante, florido cementerio que hoyes su mansión, élitros vistosos y nectarios no faltarán, ni un día vasto corno el imperio de sus viejos colores milenarios. Bajo una luz de abejas se fue, y en el recinto fúnebre en que no hay sitio para danzas o fugas descansa eternamente como un jaguar extinto, lejos de las arenas que ombrean las tortugas enigmáticas, lejos del trompo y la zaranda, lejos de fuegos fatuos, antiguos patios, lejos de algo que en nuestra noche brota de pronto y anda fantasmal, de sus junglas fluciales, sus espejos. Vicente detenido en el enorme paisaje de la muerte; Vicente ya sin vida, o en otra vida, puro, multiforme, Vicente y su llanura enrojecida. Vicente que en su infancia, sin penas, sin estrago, por Pascua, en Canoabo, miraba nazarenos cetrinos y descalzos; Vicente corno un mago que ascendra purpurantes licores y venenos. y hoy ido para siempre. Más, queda su grandioso Poema, hecho de cálidos espacios y ajenuces y espadas, y una luna, corno un fulgor piadoso detrás de la solemne Colina de las Cruces. Y en tal Poema, pródigo de ardores primitivos y pasmoso dominio alucinante está siempre Vicente con sus regios Olivos de Eternidad, sus hijos, su Padre el Inmigrante. Y en ese mundo de alas púrpuras y corolas donde el harrbriento perro del tiempo hurga yesca la tierra, donde a solas retumba el mar, ya solas peina el viejo Cristóbal, su blanca hermosa barba; mundo del gran Poema de inmenso escalofrío solar, Vicente anima, va con su verso acuestas, y allí son siempre suyos, la hierba, el viento, el río, los luceros, los pájaros radiosos, las florestas! |
Alí Lameda
Asunción, 5 de marzo de 1993.