Artículos y ensayos sobre Vicente Gerbasi

PRISMA

Gerbasi nos ilumina

 

Por Juan Liscano

 

 

En una bella edición, como suele editar Hernández D’Jesús, Vicente Gerbasi entrega a las letras venezolanas un libro de poemas excepcional. Los poetas venezolanas deben leerlo con devoción porque es único. Todo libro que se escribe desde adentro, con desgarramiento, lucidez y amor, no sólo vence la inmediatez ciega, los efectos verbales, la autosuficiencia propia de los divos, sino restablece el predominio del espíritu, el gran olvidado y relegado de nuestra civilización de poder y dinero.

Decir que Diamante Fúnebre es un canto de amor más allá de la muerte no bastaría para expresar los contenidos resonantes en el interior de uno, el resplandor inusitado porque es espiritual, suscitado por su lectura, la cual transporta hacia una exaltación del alma tan honda como intemporal, en la luz de un atardecer noble, de una vejez en la que sonríe el mundo.

El amor ha sido el tema gastado, nunca entendido ni practicado, de Occidente, después de Tristan e Isolda, un cuento de desgracia y transgresión, y después de la gran iluminación del amor trovadoresco nacido en Occitania. Ese impulso de idealización profana por vía del Joi enamorado culminó en la Divina Comedia, visión totalmente del mundo y de más allá, don plenario de poesía cosmogónica fundadora de una civilización cuya decadencia consistió en la rebelión demoníaca del yo, en el personalismo asfixiante, en el sueño de ser un dios terráqueo poderoso y triunfante, el funesto superhombre de ateísmo nietzscheano cuyo remedo fue Hitler.

De modo que el amor, tema de la literatura, el teatro, la poesía, etc., hasta caer en la telenovela y en la novela misma, es la devoración de la pareja en la cama. La hembra tomó como modelo la mantis religiosa y el hombre al macho cabrío. No hubo más ni Beatriz ni Dante. Novalis, un poeta del linaje de Gerbasi, escribió: “El deseo sexual no es quizás apetito disfrazado de carne humana”. Por lo tanto hacer el amor es entredevorarse, castrarse, castigarse, buscar sensaciones. El paroxismo se alcanzó en el siglo XIX. Ahora vivimos el amor mecánico y publicitario para consumo masivo. Por eso un libro como Diamante Fúnebre restituye la dimensión del amor en todas sus vertientes: fecundadoras: naturaleza, escritura, poesía, persona, recuerdo, sentimiento cósmico, infancia, divinidad. Vicente le dio la vuelta al mundo como Orfeo buscando a Eurídice y no la perdió en el Hades, por volverse a mirarla, sino la mira y mira y revive en su espíritu de verdadero cristiano libre, de poeta en quien encarna la cultura vivenciada occidental, de varón inspirado por el lirismo, ajeno a las disciplinas especulativas del hombre. “Yo vivo por la vida y por la muerte. La vida pasa pronto en el amor, nunca he sabido nada/de mi suerte,/porque tú siempre has/sido un/solo amor./

Sea como fuera, la ilusión de amor es el único impulso espiritualizante de nuestra civilización fundada en la voluntad de poder, pese al culto de Cristo. Conviene recordar como lo hizo Diotima en su diálogo con Sócrates, que el amor es lo que ama y no lo amado. Eso hubo de saberlo sin mayores lecturas, Consuelo, para haber mantenido en Vicente esa virtud iluminadora de ser lo que ama.

Dicho impulso, en Vicente, lejos de limitarlo a la complacencia egoísta de pareja, lo que abrió más bien hacia el universo, hacia sus semejantes, hacia la contemplación enriquecedora y de la naturaleza, hacia una frescura de alma siempre juvenil, virgiliana, renovada. Ahora en la vejez, mira en el rostro de Consuelo, la infancia, el mundo, y la eterna flor de la pradera.