Eduardo Casanova
Un viernes en la tarde, luego de cerrar la embajada, salimos rumbo al Sur. Natalia y yo en el asiento delantero, Vicente y Consuelo en el trasero. Dos horas hasta el ferry, media hora de espera, una hora de travesía y otra hasta Lübeck. Nos instalamos en el hotel Lysia, que está frente a la Puerta de Holstein, que es uno de los lugares más característicos del Norte alemán, además de la entrada principal de la antigua ciudad. Llegamos todavía a tiempo para cenar (steak a la poivre, que, según nos dijeron, era la especialidad del restaurant), tan justo a tiempo que al salir nosotros cerraron las puertas y las ventanas y empezaron a recoger los manteles y todo lo demás. Era viernes por la noche, el clima era mucho mejor que el de Copenhague y habíamos bebido vino en la cena. No era como para irse a dormir sin conversar, o sin beber algunos whiskies para celebrar que estábamos allí. y poco después de media noche, animados y alegres, de nuevo inmersos en una conversación literaria tomamos una nueva decisión: saldríamos a caminar por las calles empedradas de la vieja y noble capital hanseática. Salimos, pues, Vicente y Consuelo, Natalia y yo, con una pequeña cava de excursión, una buena provisión de hielo, una botella de escocés, una de vino, dos vasos y dos copas. Atravesamos la Holstentor y, guiados por un plano que nos dieron en el hotel, decidimos recorrer los espacios de Mann. La Iglesia de Santa María, en donde fue bautizado ya cuyo costado izquierdo está la casa de los Buddenbroock, una pequeña plaza en donde seguramente jugó de niño, el espacio en donde debe haber estado la casa en donde nació (destruida durante la guerra), las viejas murallas, que en algunos tramos se conservan perfectamente, la catedral, la iglesia de San Jacobo, la de San Pedro (que entre todas tienen esas siete torres que en Alemania son famosas), los depósitos de sal, las viejas casas burguesas tan parecidas a las del Frankfurt de Goethe, el Ayuntamiento y su plaza barroca, en fin, toda la geografía manniana, que;" debe haberse colado en todas sus fibras durante sus primeros diez y nueve años, que son los que moldean cualquier alma. Como era casi inevitable, llegó un momento en que cuando algo nos llamaba la atención nos deteníamos y, o Vicente inventaba un poema o yo improvisaba un cuento para diversión de Consuelo y de Natalia. Veíamos torres, balcones, puertas, estatuas, y cada sitio generaba un poema o una narración muy breve. y todo fue de maravilla hasta las tres de la mañana, hora en la que desembocamos en una esquina de dos calles muy estrechas, una de ellas en pendiente. Hay allí una casa muy baja, con una puerta pequeñita, una ventana también muy pequeña y un farol. La calle en pendiente tiene unos discretos arbotantes que unen las paredes sin sostener nada. El sitio se llama Engelsgrübbe y es, supimos después, un lugar muy conocido de la ciudad. Frente a la pequeña casa hay una pequeña fuente de agua con bomba manual, y todo nos hizo pensar en enanos, por lo que de inmediato Vicente empezó a improvisar un poema sobre los pequeños hombres que viajaban entre nubes nocturnas, etcétera, etcétera. y como si hubiera estado esperando nuestra llegada para mostrarse, de la pequeña puerta salió una enana, una auténtica enana con cara de malas pulgas y un balde vacío, que dejó de estarlo cuando el personaje, que nos había paralizado con su sola presencia, empezó a accionar la palanca de la fuente. No sé cuánto tiempo permanecimos allí. Sé, en cambio que Vicente, al salir de su estupefacción y en una voz demasiado alta para la hora, dijo: ¡Esto es delirium tremens! ¡Vámonos! Y en medio de un veloz silencio, espeso como nuestro miedo, regresamos al hotel. | ||