VICENTE GERBASI / YO SOY CANOABO, POR ENRIQUE VILORIA VERA El poeta le canta también y principalmente al padre en su celebérrimo poema ‘Mi padre, el Inmigrante’ que tantas loas y análisis críticos ha tenido desde su primera publicación.
Mi ser en la vegetación /era / un miedo a convertirme / en una “Este es el valle / rodeado de montañas / donde las aves / hacen círculos luminosos. / Cae el atardecer en nubes / que ahondan una mina de oro. / Las casas se reúnen / en un color solitario / gris-oscuro-malva / de un instante lejano / que siempre nos renace en la memoria”. Y para que no quede ningún rescoldo de duda, Gerbasi confiesa a viva voz, sin ambages: Yo soy Canoabo. Poesía pancanoabista que hace del desenterrado poblado su esencia para trascender el lugar, incluyéndolo, poetizándolo, convirtiéndolo en motivo suficiente de una obra donde Canoabo es todo y todo es Canoabo, es una poética del lugar, una comarca poetizada. Como bien lo expresa Patricia Guzmán: “no es un espacio indiferenciado, ni indistinto. Allí (nos) crece el árbol, la piedra, la casa. Allí cae el rayo y el tigre salta con la piel tatuada por palabras de oro, inocentes. Allí cae el rayo y nuestros ojos saltan, se abren sobre el verdadero lugar (…) Porque el lugar es el Absoluto”. Canoabo es pues, en la poesía existencial del poeta, un espacio vital y vitalista, un lugar que existe por sí mismo, “un lugar en sí”, pero sobre todo para la poesía, sin él, ella poco sería, es también por tanto “un lugar para lo otro” Canoabo es todo, todo es Canoabo. Escribe Gerbasi: “El cielo tiene grandes gallinas blancas / que flotan sobre un silencio de árboles. / En los patios caen chorros grises de granos de café / y su rumor es el rumor de la tarde. / Hay vacas lentas en las calles con yerbas, donde se reúnen niños desnudos / en torno a la vendedora de conservas de piña, / donde un anciano vuela una cometa de seda roja / con una ancha cola como un arcoíris. / Es cierto, el arcoíris anduvo ayer por las colinas húmedas. / Los sentidos brillaban en las frutas moradas del cacao. / Estuvimos mirando largo tiempo los pavos reales. / En ellos la tarde inicia una tristeza solar”. Se solaza el poeta en la evocación, porque Canoabo es también una gran nostalgia que acoge lo vivido en esa felicidad germinal que se llama infancia, cuando se sueña para que la realidad sea también un bienvenido sueño. En este sentido, Lourdes Sifontes comenta: “tal vez la infancia buscada por Vicente Gerbasi sea esa edad perdida, esa niñez de la Humanidad habida en un tiempo anterior (o por haber en el futuro), ese trayecto del Alma a través de un universo histórico, ahistórico, total y particular, tal vez en un desgarrador intento del hombre por vencer a la muerte: origen, recuerdo, trascendencia; paseo por regiones cósmicas, históricas y telúricas”. En efecto, Gerbasi ama su infancia, la versifica a fin de que no lo abandone, para que los adultos nos asomemos a los rincones de su paraíso perdido, definitiva y totalmente recuperado en su poesía. Afirma el poeta: “Te amo infancia, te amo / porque aún me guardas un césped con cabras, / tardes con cielos de cometas / y racimos de frutas en los pesados ramajes. // Te amo, infancia, te amo / porque me regalaste la lluvia / que hacer crecer los riachuelos de mi aldea, / porque le diste a mis ojos un arcoíris sobre las colinas. // ¿Aún existen los naranjos / que plantó mi padre en el patio de la casa. / El horno donde mi madre hacia el pan / y doradas roscas con azúcar y canela? // ¿Recuerdas nuestro perro que jugando / me mordía las piernas y las manos? / Nacían puntos de sangre, un pequeño dolor, / pero todo pasaba pronto con el sabor de las guayabas. // Te amo, infancia, te amo / porque eras pobre como un juguete campesino, / porque traías los Reyes Magos por la ventana. // Un día llevaste a la puerta de mi casa / un hombre de barba que hacia bailar un oso a golpes de tambor, / y otro día le dijiste a mi padre que me regalara un asno negro. // ¿Recuerdas que tú y yo lo bañábamos en el río? / ¿Recuerdas que había una penumbra de bambú y helecho? // Te amo, infancia, te amo / porque me ponías triste cuando estaba enfermo, / cuando mi madre me hablaba de su tierra lejana. // ¿Recuerdas? Una vez me mostraste un eclipse a las diez de la mañana / y las aves volvieron a dormir. // ¿Existe aún aquel niño sin parientes / que un día bajó de la montaña / y me pidió el pan que yo comía en la plaza de la aldea. // Te amo, infancia, te amo / porque me dabas panales de miel en la casa de la escuela, / porque me llevabas al sitio donde vivían las vacas. // Te amo, infancia, te amo / porque me regalaste mi aldea con su torre, / y sus días de fiesta con toros y jinetes y cintas / y globos de papel y guitarras campesinas / que encendían las primeras estrellas más allá de los árboles. // Te amo, infancia, te amo / porque te recuerdo a cada instante, / en el comienzo del día y en la caída de la noche, / en el sabor del pan, / en el juego de mis hijos, / en las horas duras de mis pasos, / en la lejanía de mi madre / que está hecha a tu imagen y semejanza / en la proximidad de mis huesos.” Confirma así Gerbasi en sus evocadores versos, lo sustentado por Hernán Garmendia: “Su poesía es la resultante de un fino y delicado temperamento abocado a las reminiscencias platónicas, al dejo melancólico, a la actitud de quien fuera de exégesis e hipótesis intrincadas, logra, en la intuición lúcida de la poesía, una cosmovisión hipersensible”. El villorrio es asimismo el sitio de los primeros afectos, de las iniciales querencias, de las bienvenidas caricias, del prolijo amor de la familia. Canoabo es un álbum de fotos familiar donde se muestra la devoción del hijo por el padre y por la madre; la complicidad con los hermanos; y el amor del padre que el poeta será por los hijos por venir, quienes también tendrán a Canoabo tatuado en su ADN. Al pueblón de sus orígenes el poeta regresará acompañado de sus retoños para: “Descubrir de nuevo el caballo / en la luz vespertina del boscaje; / vagar en su mirada de agua lenta / donde flotan pájaros heridos ; / encontrar el resplandor de los juncos, / el cielo de la paloma torcaz, / su canto perdido en las riberas fluviales / ver la colina roja de las piñas; / despertar bambúes en un ámbito de silencio, / cuando se oscurece el agua de las ranas; / seguir el vuelo de los caballos del diablo / en torno a una flor acuática; / tender alfombras debajo de los árboles, / adonde vienen los mendigos a dormir en el aire de las luciérnagas; / organizar un rebaño de pequeños asnos lanudos / y seguir con mis hijos entre el vuelo de las cigarras azules”. El poeta evoca con ternura a la madre viva y amorosa, aquella que en “la luz azul en la sombra” le daba a beber una taza de chocolate mientras le hablaba de su Patria, y sufre —desolado y hasta los tuétanos — la inevitable partida física de la madre: comunica: “No sollozo, estoy atónito, / viendo colinas pétreas / por donde mujeres enlutadas / entre cujíes, / (Por lugares antiguos / olivos del tiempo bajan / Bajan en lamentos por la muerte / y por la tempestad / y por relámpagos que van llorando tumbas) / Ha pasado el tiempo / está la casa sola / y sus maderas interiores / en una luz palpitante de candelas. / No sollozo, estoy atónito, / Ha pasado el tiempo. / Enterramos a la madre. / La dejamos allí bajo una lápida, / en una luz desierta de cujíes”. El poeta le canta también y principalmente al padre en su celebérrimo poema Mi padre, el Inmigrante que tantas loas y análisis críticos ha tenido desde su primera publicación. Luis García Morales anota: “La aparición, en 1945, de Mi padre, el inmigrante constituye para la poesía venezolana un hecho de singular relieve y vino a reafirmar la calidad y consistencia del poeta que había en Gerbasi (…) Esta suerte de gran canto al ser y su aventura sobre la tierra, crónica de los sentidos y de la meditación sobre el hombre, establece —por su intención de formas, por los elementos que lo integran— los fundamentos orgánicos de una poética que Gerbasi continuará depurando y vigorizando hasta definir ese universo propio, esa melodía suya, ese largo y armonioso poema que es todos sus poemas”. El escritor, sin remilgos, precisa suficientemente el objetivo único y fundamental de su largo himno elegíaco y celebratorio: “Mi padre, Juan Bautista Gerbasi, cuya vida es el motivo de este poema, nació en una aldea viñatera de Italia, a orillas del mar Tirreno y murió en Canoabo, pequeño pueblo venezolano escondido en una agreste comarca del estado Carabobo”. Gerbasi hijo demuestra sin ambages su admiración por Gerbasi padre, cuyo tránsito entre dos comarcas físicas de Italia y Venezuela versifica para departir con dos patrias chicas que, al final, se resuelven en una sola: la de Canoabo: “Sabías soportar las lejanías, siempre del corazón. Sabías llegar”. El padre es igualmente añorado por el hijo en su vida y en su muerte, José Barroeta sostiene: “la idea de que Gerbasi hubiese tomado la vida y la muerte de su padre como un camino que le permitiese juntar, dentro de un gran poema, geografías distintas y que, sin embargo, le resultan familiares”. Remo Ruiz, por su parte, expresa: “Dos características referentes a la figura del padre se manifiestan ya en estos versos: el refugio que ofrece su memoria para el poeta inmerso en su soledad, y el tratamiento poético que hará del padre un ser mítico, recreado y cambiante en cada evocación. Figura que trasciende los límites humanos y se instala en una dimensión superior acorde con el alcance metafísico del poema. De esta manera, el padre no es sólo el progenitor del poeta, sino —lo que es más importante— la causa primordial del poema. Su luminosa sombra se despliega al largo de todo el texto, asumiendo las más diversas formas, los recuerdos más diversos. Bajo esa condición su ser se vinculará a los objetos, a los elementos y a los estados de ánimo”. El conmovido poeta asienta entonces: “A veces caigo en mí, como viniendo de ti, / y me recojo en una tristeza inmóvil, / como una bandera que ha olvidado el viento. / Por mis sentidos pasan ángeles del crepúsculo / y lentos me aprisionan los círculos nocturnos. / Venimos de la noche y hacia la noche vamos. / Escucha. Yo te llamo desde un reloj de piedra, / donde caen las sombras, donde el silencio cae”. Emociones de otra naturaleza: recelos, dudas y desconfianzas acompañarán también al poeta que trae —desde los miedos que acompañaron su infancia— murciélagos, serpientes, alimañas de todo tipo, víboras, alacranes y hasta fieros tigres que acechan en la oscuridad de los bambuzales. Ya lo precisaba el propio escritor: “Nuestra poesía no puede ser sino plena de misterio. Ha de contener los símbolos de nuestro maravilloso mundo. Tierras ásperas, peligrosas, habitadas por fuerzas ocultas, tierras casi desiertas, tierras de la melancolía y de la tristeza, de la angustia. Su realidad es el misterio, la magia, el encantamiento”. La poesía de Gerbasi es fiel testigo de esos misterios ocultos, digna exponente de sus aprensiones, escrúpulos, cautelas y miramientos, el poeta, despavorido, escribe sublimando sus melindres: “Oigo como una sombra de fuego por el cielo, / como una nuez abierta de nubes y relámpagos, / como un cerebro oscuro de ruidos minerales. / Oigo las arboledas que bajan por los montes, / el furor de las rocas, la humedad del helecho. / pasa una luz de miedo por las casas de campo / y al fondo del granero el maíz se ilumina / y bajan como un río sonando los bambúes. / Serpientes incendiadas recorren los naranjos. / Oigo la oscuridad de la gruta, el asombro / de las bestias, y el vuelo de las aves nocturnas. / Cien venados de luz huyen por la llanura, / cien palmeras levantan reflejos siderales, / y el rumor va corriendo como caballos negros. / Yo soy la soledad resonando en el valle, / la soledad que mueve ramajes en la tarde, / Sonidos de penumbra impulsan las espigas / hacia el fondo del día, hacia tristes arenas. / Cabelleras de espanto flotan en el crepúsculo, y el viento y la llovizna arrastran por la calle / de los ciegos, papeles y lumbres de las piedras. / Soy una resonancia de la sombra, y el tiempo / sopla contra las puertas, y manos invisibles / abren grises ventanas, y niños escondidos / oyen el cielo. Sopla la sombra en los aleros / y avanza como un órgano de oscuras catedrales. / Crepuscular sonido de la piedra y de las torres. / Sonido de vitrales en llama por el cielo. / Sonido de la furia sobre las cementeras, / Sonido de lejanos juncales vespertinos / que miro en el silencio de los ojos del buey”. Rezos, plegarias, rogativas, adoraciones e invocaciones se hacen presentes además en la poética sugestiva del poeta. La religación con la trascendencia, un Dios personal y sin pretensiones, un Dios amigo que no recrimina sino aconseja, un Ser Superior próximo, vecino, cercano, es rescatado por Gerbasi de la sacra intimidad de sus espacios interiores para trasladarlo a los espacios cálidos de su poesía: “¡Dios, / adornado con barba de nubes / en medio de girasoles planetarios, / inventando cometas, / heliotropos en los crepúsculos, / fascinaciones en el nadar de los delfines, / quisiera hacer poesía para ti, Dios! // Te invoco en la noche / y en el viento del mar, / en una oscuridad de relámpagos, / en el infinito de un velero, / y en mi soledad / que muere en las olas / sobre la arena, / entre sus caracoles // Eres solo, Dios, / en mi conciencia, / y en mi iluminas tus tronos de tempestad, / velero a velero, / árbol a árbol, / todos ensimismados / en la luz de la cinematografía nocturna. // Y pasa la tempestad / al lento resplandor de la aurora, / dejando limpios colores a la orilla del mar / y en los campos, / con una cruz simple / sobre mi tumba”. Fernando Paz Castillo, ante la magnificencia y sencillez de este poema invocador de la Divinidad, comenta: “El lector, concluido este poema, todavía con el rumor íntimo: misterio —vida, muerte— en las pupilas sin duda se preguntará, pienso yo, ¿este bello lenguaje es el de un niño asombrado entre recientes emociones o el de un viejo en plenitud de sabidurías?…Pero la respuesta no se hace esperar. De uno y de otro, ¡porque se trata de un poeta!” En larga y enjundiosa entrevista realizada al poeta por Carlos Ochoa, Reynaldo Pérez Só y Adhely Rivero, publicada en 1985, en las páginas de la revista Poesía 62/63, se le preguntaba a Vicente Gerbasi: “—Y para terminar, ¿Canoabo es algo que ve con nostalgia o algo que vive dentro de Ud.? ¿Es un Canoabo mítico? —Claro que hay nostalgia. Parte de nostalgia, yo tengo nostalgia por Canoabo, no porque yo quiera vivir allá en Canoabo, ya no me interesa vivir allá. (…) Es que Canoabo está en mí. Ya no necesito tener nostalgia de él, es mi alma. —¿Ud. es Canoabo —Yo soy Canoabo” Al tenor de su poesía, mucho más enfáticamente ha podido concluir el poeta: ¡Yo soy Canoabo, Canoabo soy yo! |