Conversaciones autobiográficas
Los primeros años

Se han escrito muchas memorias, muchas autobiografías, pero después que uno ha leído el libro autobiográfico de Pablo Neruda, "Confieso que he Vivido", creo que no se puede hacer nada mejor. Indudablemente que el libro de Pablo Neruda es un gran poema. Posiblemente él lo escribió por partes y yo creo que algunas de ellas fueron conferencias que dictó o permitió que ciertas cosas se las grabaran. Pero de todos modos, yo creo que en el siglo veinte de la literatura hispanoamericana, es junto con Cien Años de Soledad uno de los mas bellos libros que se ha escrito. Hay que volver a la emoción, hay que volver al alma, hay que volver a los sentimientos, aunque Rilke decía que esto no bastaba para escribir un poema, que era necesario vivir mucho, obtener experiencias, convertirlas en sangre. Y todo lo que dijo Rilke creo que es verdad. Es verdad porque la vida de un hombre es demasiado densa, fuerte y poderosa, dramática, alegre y para describirla es difícil. Por ejemplo, yo considero que la Biblia es la síntesis de un hombre, de un judío. Se puede sintetizar en muchos judíos, entre ellos se sintetiza en Cristo. La historia de los judíos se sintetiza en Cristo. También se puede sintetizar la historia del pueblo judío en el Rey David y en su hijo el Rey Salomón. Pero toda la historia del pueblo judío, en ese gran libro maravilloso, es la historia de un pueblo, es la historia de un individuo también.

Porque pienso yo, que Venezuela que ha pasado de la época precolombina, pasando por el descubrimiento, por la conquista, por la colonización se sintetiza todo el problema, hasta cierto momento dado en muchos hombres que hicieron la Independencia. En ese caso se podría decir que se sintetiza en Bolívar, por ejemplo. Pero entonces, ¿dónde dejamos a Sucre, a Urdaneta, a tantos soldados que murieron en el campo de batalla que no tienen ningún nombre? Esas son las cosas maravillosas de un ser humano, puede decir lo que significa un hombre, lo que significa la historia de un país, la historia de una sociedad, la historia de la humanidad, la historia de un mundo de verdad humano. Quisiera aclarar, porque yo no soy Arturo Uslar Pietri que tiene tanta facilidad de palabra, que no sabemos si nosotros sintetizamos a un pueblo o la familia de unos cuantos primates que vivieron muchos años en que lugar del mundo, pero no deja de ser cierto hasta ahora que existe el hombre del Cromañón, el hombre de Neandertal, el Hombre de Pekín, varios tipos de primates que comenzaron a hacer el gran giro de la inteligencia, la gran metáfora de la vida del hombre. Yo por ejemplo, como ser humano también tengo mi infancia prehistórica, y mi infancia prehistórica tengo que contarla. Mi infancia prehistórica, casi prediluviana o muy parecida a la creación que aparece en el Génesis.

Mi pueblo, Canoabo, cuando yo nací, en 1913, y más allá hasta que alcancé los ocho años, más o menos, mi pueblo, Canoabo, era realmente un rincón del ParaísoTerrenal. ¿Y por qué? Porque no estaba contaminado por nada. Era un pequeño valle rodeado de altas montañas, con caminos rojos, montañas con selvas, donde vivían todos los animales parecidos a todos los que están apareciendo ahora en la campaña electoral. Mi pueblo era un Edén, un paraíso, era un pequeño valle rodeado por caminos rojos, donde vivían todos los animales de la fauna venezolana y toda la flora venezolana.

Y yo comencé a tener conocimiento de mi mismo, de mi existencia, rodeado de un ambiente que no había sido contaminado por nada, porque Canoabo estaba incomunicado del resto del mundo, la única comunicación que tenía Canoabo con el resto del mundo era un camino mular que iba de Canoabo a Bejuma y otro camino mular que iba de Canoabo a Urama, que era el pueblo que conectaba el occidente del país costero con Puerto Cabello que era el principal puerto después de La Guaira. Para ir de Canoabo a Urama había que pasar por una sabana y por una selva donde vivían millares de monos titíes, donde vivía la danta, el tigre, el cachicamo y así, en todos los alrededores de mi pueblo, en las montañas rodeadas de haciendas de café, de cacao o de selvas de árboles tremendos, incluso hasta el árbol candelo que sube como ciento cincuenta o doscientos metros por encima de los demás árboles, había una infinidad de animales. Existían también todas las culebras del universo.

Indudablemente que para recordar las primeras experiencias de mi vida es necesario que yo me coloque en mi casa y decir cómo es mi casa, y decir cómo es el paisaje que rodea mi casa. Canoabo es una especie de gran anfiteatro de montañas, de selvas y en el medio del valle, un pequeño pueblo con una placita, una iglesia pintada de blanco. Detrás de la iglesia una colina con tres cruces que simbolizan el calvario. Yo siempre he dicho que ahí duermen los limosneros y ahí dormían los limosneros cuando yo era niño. Dormían al pie de las cruces del calvario. Eso me emociona mucho y es por eso que siempre recuerdo la pobreza que además ha estado siempre junto a mí casi toda la vida. Yo soy un proletario de la clase media, además sufrí la gran crisis económica mundial de la década de los años treinta. Pero volviendo a mi pueblo, mi pueblo era un jardín zoológico, era una selva venezolana. No tenía escuela privada. Gómez no se ocupó de ponerle a Canoabo una escuela pública porque Canoabo no tenía salida, sino caminos mulares que iban uno a Bejuma y otro a Urama. El pueblo tenía algunas calles entrecruzadas. La principal se llamaba Calle Real o calle Caramacate que daba a la iglesia pintada de blanco, con su pequeño campanario. De mi casa, que era la antepenúltima, a la iglesia no había sino tres cuadras. Las casas estaban pintadas de amarillo, de azul, de blanco, de verde. Me parecía que eran como cuarenta cuadras. Me parecían unas calles larguísimas. Me parecía que para llegar a la catedral, no, quería decir a la iglesia, me parecía que era necesario caminar mucho, porque creo que esa es una visión de la infancia. La infancia ve las cosas mucho más largas, mucho más grandes de lo que realmente son. Por ejemplo, yo veía un perro del tamaño de un tigre. Yo tenía dos perros daneses que me había traído mi padre de Europa. Bueno, mi pueblo tenía otra calle al lado de la nuestra, se llamaba la calle de los Sapos. Esa tenía casas en un sólo lado. Del otro lado tenia las haciendas de café. Mi casa estaba a una cuadra del río principal de Canoabo. Ese río principal de Canoabo se llama Capa. Hay otros dos ríos que se han convertido en hilos de agua sucia. Uno se llama Naranjo y el otro se llama Canoabito. El río Capa cuando yo tenía seis, siete, ocho años, con un agua límpida a través de la cual se veían piedras azules, grises, blancas, sardinas, camarones, carpas, guabinas me llegaba hasta el ombligo. Este río crecía cuando caían inmensos aguaceros que duraban dos, tres, o cinco horas que arrasaban con haciendas de café o siembras de caña, con los naranjales. Había otros sembradíos de frutos, café, cacao en el valle.

Lo cierto es que Canoabo era para mí un estado de contemplación porque en cada casa había árboles, guayabos, mangos, guayabitas del Perú, plátanos, bananos. Era un cuadro de un pintor primitivo. Y la iglesia y la plaza eran exactamente igual a un cuadro de un pintor primitivo.

¿Pero cómo era mi vida dentro de la casa? Mi casa estaba compuesta de la siguiente forma: estaba en una esquina, tenía una puerta hacia el oeste. Tres puertas hacia el norte. Una puerta ventana que daba hacia el norte, eso conformaba el negocio de mi padre que era una tienda, farmacia y pulpería, con un mostrador en forma de media T, un escritorio cuya tapa se levantaba y se bajaba.¡Y mi padre estaba ahí! Había comprado unas haciendas de café y cacao. Una estaba en un lugar que se llama Guarapo, otra que se llama Fila Rica y la otra no me acuerdo. Las conocí a las tres, pero la última no me acuerdo. Eran pequeñas haciendas de café, pero él al mismo tiempo que comerciaba el café, le fiaba a los productores mas pequeños vendiéndoles telas, medicinas, latas de sardinas o tabaco ambilao que se llamaba.¡Y yo estaba ahí!, en el centro de ese mundo.

Esa casa tenía una puerta para los animales, para los caballos, para las cabras, para los cochinos, para el jardín zoológico que había en mi casa, que estaba en el traspatio que al mismo tiempo era jardín, el que cultivaba mi madre con guayabas, naranjos, mangos. Un horno donde se hacía el pan de trigo que lo hacía mi madre a la manera italiana. También se hacían arepas. Luego venía un cuarto oscuro, tremendo, donde mi padre metía cajones y cosas de esas. Venía, entonces, la tienda con una puerta, esa tienda tenía tres puertas. Entonces venía un cuarto que era el dormitorio de mi padre y mi madre. Cuando ellos se dieron cuenta que yo tenía una especie de edad especial para darme cuenta que la gente fornicaba, no, mucho antes de que yo me diera cuenta, ellos pusieron un tabique decorado muy primitivamente con portadas de revistas italianas de la guerra del 14 a1 18, donde había imágenes de tanques, trincheras, gente que se caía. Yo recuerdo perfectamente bien que mi padre recibía la Domenica del Corriere con una portada a todo color de grandes dibujantes con imágenes de la guerra, por ejemplo, entre Italia y Francia, o con el imperio austrohúngaro.

Yo estoy ahí en ese cuarto porque después de ese cuarto venían tres cuartos más en un corredor en forma de T. Luego venia la cocina, luego la habitación de mis hermanas en donde yo me divertía un mundo con la luz de las velas. Con todas mis hermanas con Ketty, las otras. Chepino estaba muy chiquito y acariciaba un mono.

Una noche me abandonaron. Detrás de mi cuna, no cuna de esas de madera, que se balanceaba, había un altar con muchas velas y un Cristo ensangrentado precisamente en la esquinita del cuarto. Me despierto y me siento sólo. Empiezo a gritar. Había una puertica en el tabique con unas cosas pavosísimas que se llaman lágrimas de San Pedro y me dice Irene: Cállate porque tu papá está matando una culebra. Yo tenía en ese momento año y medio o menos. Sí, está matando una culebra y cállate. Entonces yo me asusté pero seguí llorando bajito. Bueno lo cierto es que aquella noche en que Irene me dijo que mi padre estaba matando una culebra, era la noche en que nació mi primera hermana, Ketty, quien es la que me enseñó a mi la tristeza. Durante la infancia, cuando nosotros jugábamos hasta con la luna, el sol, las estrellas, con los perros, con los morrocoyes, ella estaba arrinconadita peinando una muñeca de trapo, la peinaba con un peine de no se que. Entonces estaba muy triste y por eso yo me entristecía tanto. La verdad es que el recuerdo de esa noche es mi primer recuerdo exacto, fotográfico prácticamente. Después de eso viene una confusión de recuerdos, pero muy especialmente insiste el recuerdo diario de mi padre que me llevaba todos los días a las cinco de la mañana al río a bañarme en un gran pozo que se llamaba el pozo de Don Ramón. Mi padre llevaba una escopeta al hombro, me llevaba de la mano y me decía: No vayas adelante porque aunque las culebras a esta hora se han retirado es posible que haya alguna como una sardinita.

El río Capa era el principal que bajaba de la montaña. Tenía el agua muy fría, muy fresca, en fin, límpida. Tenía tres grandes pozos. Uno era el Salto del Diablo que caía de unas rocas y formaba un pozo inmenso, umbroso, porque se levantaban grandes árboles allí, donde se veían nadar carpas, guabinas, sardinas y en cuyo fondo reposaban cangrejos y camarones. Otro era el Don Ramón y uno que está más abajo, que estaba a una cuadra y media o a dos cuadras de donde estaba mi casa que se llamaba El Remolino Bueno. Mi padre me llevaba todos los días a las cinco de la mañana. El iba con una escopeta al hombro y yo con mis zapatos o alpargatas. Yo usaba zapatos, pero para qué me iba a poner zapatos, iba sin nada, iba descalzo. Mi padre iba con chancletas, él se las quitaba. En esa época estaba muy pequeño, el río me llegaba por el ombligo, después fui creciendo. Era un río muy caudaloso pero tranquilo. Cuando estos ríos se ponían bravos arrasaban con gran parte del valle.

A pesar de que el río venía de una montaña muy alta el agua no era muy fría. El pozo Don Ramón alcanzaba como cuarenta metros cuadrados, una gran piscina, con guabinas que muchas veces las confundía con culebras de agua. Algunas veces le decía a mi padre: Mira aquí hay una culebra de agua. Y él me decía: No te asuste que son guabinas.

Yo no me atrevía a meter las manos debajo de las piedras para coger camarones. No, preferíamos que algunos muchachos que había por ahí sacaran los camarones del río, las sardinas, guabinas. La guabina es un plato exquisito. Los camarones del río eran igual que las hormigas. Todo eso se ha acabado en Venezuela. Toda esa maravilla, se ha acabado en este país. Eso hace setenta y tres años que tengo yo, casi un siglo. Esa naturaleza venezolana se ha venido deteriorando de tal manera que realmente dan ganas de llorar.Y en todo el mundo entero porque así es el mundo. Están acabando hasta con la raza. Yo estoy viendo, por ejemplo, una serie sobre los esquimales, se están acabando. No quedan esquimales. Yo había estado cazando por las montañas lapas, venados. Yo nunca he sido picado por una culebra, ¡gracias a Dios! En este trópico infernal lo único que me ha picado son los zancudos y un alacrán. Y ese alacrán me picó en Caracas, es increíble. Yo por eso le tengo pavor al trópico. Yo algunas veces pienso que en mi cama, en los libros y tuve unos libros guardados en casa de mi hermana Antonieta y mi cuñado Humberto Celli, durante mucho tiempo, yo estuve pensando que hubiera podido haber una culebra en los libros porque estaban cerca de un jardín donde había toda clase de árboles y pensaba que a lo mejor se había metido una culebrita que luego se había hecho grande que se comía los ratones que estaban en las cajas y de golpe se había metido esa culebra en mi cama.

Cuando mi padre me quería castigar, por alguna falta que había hecho, me colgaba de unos mecates que había puesto en las vigas del depósito del negocio. Me decía: Te quedas colgando aquí, eso sí poniendo los pies en el suelo. Cuando me había encontrado fumando, por ejemplo.

¿Cuáles fueron mis primeras experiencias en ese ambiente de Canoabo cuya única comunicación con el mundo era un teléfono que tenía una familia de apellido Sur Uslar, pariente de Uslar Pietri. Ellos eran como los padrinos de casi todos nosotros. Era una de las mejores familia que había allí.

Mi padre y yo pasábamos mucho tiempo juntos. No sé de qué hablábamos. Yo quisiera tener una memoria prodigiosa para saber de qué hablábamos mi padre y yo. Mi padre que es una figura casi mitológica para mí. Ese es un ser mitológico. Yo creo que "Mi Padre el Inmigrante" no lo hice con esa intención. No, lo hice como un ser humano. Pero ahora, ya a los setenta y tres años que tengo, mi padre se ha convertido en un ser mitológico. Y yo creo que así debe de ser todo porque aquí ya viene la gran mitología. Todos los griegos, los romanos, hicieron con sus padres, con sus parientes, con sus tíos la gran mitología griega y la gran mitología romana. Pero como nosotros creemos en un Dios único no podemos crear los dioses. Pero sí, realmente al fin y al cabo el padre es un ser mitológico. Y la madre es un ser mitológico, sobre todo cuando llegamos a una cierta edad, ya avanzada como la mía. Yo, incluso, no conocí al papá de Consuelo, Rafael Orta, pero la familia Orta tenía un retrato bello que guardaba la mamá de Consuelo, un señor agradable, de la clase media venezolana que me hablaba desde su retrato. El también para mí es un ser mitológico.

Mi padre fue seminarista, le faltaba un año para ser cura. Sabía latín y griego, fue profesor. El estuvo en Brasil antes de llegar a Venezuela. Se trajo unas piedras preciosas, unas esmeraldas. En Venezuela se asoció con un señor Moser. Yo lo conocí, lo fui a visitar cuando regresé de Italia. Me recibió muy bien. Era un suizo grande, suizo alemán. Ay! mi grande amigo tu papá, me dijo, pero se le metió la política en la cabeza.

Me regaló un par de yuntas de oro que tuve que venderlas después. Todo lo que ocurrió me lo contaron después. Algunas personas me han ido contando cosas, pero ya se han muerto. Roque Muñoz que era el poeta de Canoabo, uno de los mejores poetas rurales del país, pero poeta culto que hacía sonetos muy bellos. Roque Muñoz, por ejemplo, me dijo, un día que nos estábamos tomando unos tragos en un bar de Valencia, como a las once de la mañana, cuando le pregunté cómo había llegado mi padre a Canoabo: “Tu padre llegó a Canoabo bajando el cerro, bajando la montaña con un morral, un fusil al hombro y derrotado, así llegó tu padre a Canoabo. Después se montó en un cerro llamado Las Rosas hasta que vino y ahí levantó un rancho y puso una frutería con papelón y sembró alrededor del rancho unas matas de café. Compraba aguardiente, se compró caballos, vendía aguardiente, le vendía a toda la gente y se emborrachaba con ellos, con los campesinos. Y todos lo quisieron. Lo llamaban Don Juan y unos le decían musiú y él no se disgustaba”. Roque Muñoz era un poeta maravilloso, aparece en la antología de la poesía carabobeña.

Pero luego mi padre bajó del cerro, llegó muy lentamente, fue haciendo sus pequeñas haciendas y compró una casa que cuando nosotros nacimos estaba como les dije antes al principio de la Calle Real o en el verdadero nombre canoabero, en la calle Caramacate que es un nombre indio, de los indios Canoabo que eran caribes. Pero resulta que yo no sé que pasó ahí. Yo leí una historia de Canoabo, ahí vivieron unos indios. No sé si fue el Marqués del Toro o el Marqués de Mijares, yo creo que fue el Marqués del Toro que por allá en el siglo XVIII compró esas tierras y esclavizó una cantidad de indios y comenzó a sembrar café. Canoabo no tiene sino dos siglos. Pero es un pueblo formado por esclavos. Después a finales del siglo pasado comenzaron a llegar inmigrantes de Europa, llegaron inmigrantes de Italia y de España, menos portugueses.

Mi primera novia fue Rosita Pallerol, la segunda fue Consuelo con la que me casé. Rosita era preciosa una de las bellas del mundo. El esposo me llamó cuando se murió.

Pero sigamos hablando de mi padre. El por qué Juan Bautista Gerbasi llega derrotado a Canoabo. Precisamente, mi padre cuando llegó del Brasil a Venezuela, a Valencia, se asoció con el suizo Moser, cuya familia existe. Como él traía unas piedras preciosas del Brasil, además él pidió su herencia cuando salió del seminario, él tenía algún dinero. Italia está compuesta por una aristocracia real, que ya no existe, que se está extinguiendo porque es una República. Luego una gran clase media, una alta burguesía compuesta por millonarios industriales, terratenientes y luego compuesta por pequeños propietarios y profesionales. En mi familia, mi familia italiana, está compuesta precisamente por pequeños propietarios de viñedos, olivares, trigales y por profesionales especialmente profesores universitarios, liceístas, etc., en la provincia de Salerno. Eran casi todos médicos o abogados, o profesores de literatura, de historia, de Latín. Eso es lo que eran ellos y comerciantes también. Eso es mi familia, los Celli, los Bruni, los Pifano, los Colimodio, los Perazzo, los Miraglia. Eran familias muy buena, muy importantes, acomodadas. Son pueblos de 5.000, habitantes que datan, por lo menos de 1.500 años, de la época romana. Esta región perteneció a la Magna Grecia que llegaba hasta Nápoles.

El se asoció con este suizo Moser y estaban muy bien, habían progresado. Y un día llegó el Mocho Hernández a Valencia, a la plaza Bolívar. "Moser y Gerbasi", como se llamaba el negocio, estaba en la esquina de la Plaza Bolívar. El Mocho Hernández habló desde su caballo al pie del monolito, si es que existía el monolito a Bolívar, no sé. Mi padre era descendiente de garibaldinos. Ocurre que mi padre se acercó al Mocho Hernández que estaba en su caballo y dijo: “General, (indudablemente su acento sería italiano) me gustó mucho su discurso y estoy de acuerdo con usted•. “Mire, ¿usted quiere, ser soldado mío?”, le dijo el Mocho Hernández. Inmediatamente, le dijo mi padre. ¿”Y cómo hacemos? Ah, yo tengo una joyería con un suizo”. Y el Mocho Hernández le respondió: “Yo estoy en tal casa. Vaya esta noche a verme”. .

Entonces mi padre fue a casa del suizo y le dijo: “Yo me voy con el Mocho Hernández a trabajar por lo que dice, porque Venezuela tiene que cambiar”. Porque él creía en eso, creía en la libertad, creía en el cambio, en el progreso. Y el Mocho Hernández parece que si quería hacer eso. Lo que le pasa al Mocho Hernández es que lo trancaron los andinos, lo trancaron y lo demolieron.

¿Cómo te imaginas la cara del suizo? Cuando el suizo escuchó eso se debió haber asustado, pero como era un hombre tan serio, un hombre muy bondadoso, tanto es así que ni hablamos de eso cuando yo lo fui a visitar, yo lo iba a visitar de cuando en cuando. “El se fue”. “Partimos y se fue”, me dijo Moser. Mi padre fue el que le propuso partir. “Nuestras cuentas bancarias son de tanto y aquí tenemos todas las joyas, diamantes y los dos sabemos cuánto cuesta. Vamos a ponerlo todo junto y lo partimos en dos, la mitad para ti y la mitad para mí, le dijo mi padre a Moser.

“Entonces vamos a hacer lo siguiente, dijo el suizo, es que es posible que dentro de tu parte haya cosas que tengan más valor que la mía, después de haber partido, vamos a ver cuánto cuesta esto, cuánto cuesta lo otro y 1o dividimos ecuánimemente”. Y así lo hicieron.

Mi padre se lo llevó al Mocho Hernández y el Mocho Hernández le dijo: “¡No! Llévese eso en una bolsa, como un soldado del medioevo, como un soldado de las cruzadas”.

El Mocho Hernández operaba en toda la zona del occidente de Carabobo. Pero llegó un momento dado en que el Mocho Hernández quería pasar de Bejuma, Montalbán, Aguirre, Salom, Nirgua, todos esos pueblos que tenía dominados, pasar a la costa. Tomar Urama, Puerto Cabello, llegar a Falcón, Yaracuy. Llegó a unas montañas que tienen como 1.500 metros de altura, que son las que dividen la Sabana de Aguirre de Canoabo. El andaba con su séquito. Ya mi padre era coronel, porque lo hizo coronel muy rápidamente, bien porque había hecho el servicio militar o bien porque era medio cura.

“¿Cuál es ese pueblito que está allá abajo, en ese hoyo?”, preguntó el Mocho Hernández. “Ese pueblito que está allá abajo se llama Canoabo”, contestó alguien. “Ah caramba, ese pueblito es importante, está rodeado de montañas, eso es una fortaleza. No se le puede entrar”. Hay dos caminos uno por aquí y hay que entrarle bajando por esos cerros, por allá, de Urama para acá hay que entrarle por una especie de portachuelo. Además, era un portachuelo atravesado por una selva, que era la selva de Urama. El no sabía que había selva.

Entonces el Mocho Hernández dijo que necesitaba tres hombres para que tomaran Canoabo. Y que se queden ahí para que sea nuestro, porque los necesitamos como punto de apoyo para pasar a la costa. “¡Gerbasi, coronel Gerbasi y dos hombres más, tómenlo!”

Resulta que pasó el tiempo y el Mocho Hernández se fue por ahí y los dejaron ahí. Eso sí, no hubo sangre. Ellos bajaron únicamente con su fusil y su morral y tomaron el pueblo. No hubo ni un tiro. Mi padre fue jefe del pueblo sin ningún enemigo, no tuvo enemigos. Entonces mi padre puso una tienda, una pulpería hasta que el Mocho Hernández lo mandara a buscar. Ahí no había telégrafo, nada. Mientras mandaran un hombre con un burro o una mula o un caballo y le dijera: Mira, vente.

Ocurre que de pronto lo llaman. El General Hernández le manda a decir que vaya para allá. Estamos todos reunidos y vamos a combatir. Eran generales locos, era cuando Castro venía. Entonces Castro buscó alianza con el Mocho Hernández que era liberal o conservador, ¡yo no sé! Entonces llama a toda su gente. Entonces Castro venía de los Andes con Gómez y López Contreras que era muy joven. Entonces mi padre cierra el negocio y se va porque era muy obediente, leal. Y el Mocho Hernández viene con sus tropas y llegan hasta Caracas con la Libertadora, la Revolución Libertadora. Entonces ocurre que Castro nombró al Mocho Hernández Ministro de Fomento. El Mocho Hernández era más importante que Gómez.

Pero ocurre que el Mocho Hernández era loco. A los pocos días de haberlo nombrado Ministro de Fomento, Castro da un baile en la actual Cancillería. Y el Mocho Hernández llama a su gente y en una forma quijotesca dice: ¡Nos alzamos contra Castro, vamos a tumbar a Castro!

Cada uno tenía sus cuarteles, Castro tenía el suyo en el Capitolio. Y en vez de formar el tiroteo en Caracas y entrar a la actual Cancillería y decirle: ¡Usted está tumbao! Lo desafía a pelear en la Cortada del Guayabo, cerca la Mariposa. En vez de entrar a la fiesta de la Cancillería con sus tropas y agarrarlo, hacerlo preso y fusilarlo, se va para la Cortada del Guayabo.

Mi papá estaba allí, había venido desde Canoabo. Yo no estoy seguro de que eso haya sido así, son varias versiones que me han dado. Yo no estoy diciendo una verdad histórica, sino que son versiones que me han dado amigos de Canoabo, amigos de Valencia, compañeros de su época, compañeros de gente amiga de mi padre. Yo no puedo garantizar que eso sea verdad, pero de todas maneras me parece maravilloso porque además se me parece mucho a la historia venezolana.

Ahora bien, cuando mi padre se encuentra derrotado en la Cortada del Guayabo que la recuerda, por cierto Rafael Guinand en una de sus comedias, mi padre se pregunta “¿Qué hago yo aquí siendo un extranjero, sin documentos de identificación, sin documentos de ninguna especie?”. Porque en esa época todo el mundo era indocumentado, nadie tenía documentos, los documentos comenzaron aquí a usarse cuando el General Medina. Yo por ejemplo en la época de Gómez y de López Contreras viajaba por Venezuela sin documentos. Como no tenía automóvil, iba en autobús, tren, en el trencito, ese bellísimo, que iba de Caracas a Puerto Cabello, que lo acabaron, iba sin documentos.

Entonces se fue derrotado, después de esa batalla donde murió un gentío. Y dice mi padre: ¡Canoabo es mi salvación! Porque ahí son todos amigos míos, a pesar de que fui soldado de un jefe derrotado, es decir, yo fui encargado de un jefe derrotado. Y por lo tanto se fue a Canoabo.

En Canoabo había unas montañas donde había fuegos fatuos. Los fuegos fatuos que salen en la montaña El Agua, cerca de Canoabo. No tienen nada que ver con el Tirano Aguirre. Y que son fuegos fatuos de verdad, porque parece que ahí hubo un cementerio indio. Y se forman bolas de fuego que dan vueltas y vueltas y después se convierten en los espantos del pueblo. Eso 1o veía yo desde el patio de mi casa cuando era niño. En Canoabo hay muchos fuegos fatuos, demasiados fuegos fatuos. Los fuegos fatuos con la fantasía se convierten en los fantasmas, en leyendas, cuentos.

Y mi padre dijo: Yo no me voy a meter más en Canoabo. El había vendido la tienda. El estaba medio limpio e hizo un rancho de paja en el cerro Las Rosas que está al este de Canoabo. Ahí hizo un rancho de paja con madera de ahí, palma de ahí. Con el poco dinero que tenía compró latas de sardina, pescado seco, carne seca que se usaba mucho en esa época y aguardiente e hizo una pequeña pulpería. Esa era una zona de pequeños conuqueros. El hablaba con ellos, eso me lo contaba él.

Cuando yo volví de la guerra, puse ahí un rancho. Yo sembré unas matas de café alrededor del rancho y fui comprando terrenitos y formé una pequeña hacienda. Eso me lo contó mi padre y un día me llevó hasta allá.

¿Cuánto tiempo estuvo viviendo en el cerro Las Rosas? Yo creo que como cuatro o cinco años. Después bajó al pueblo y con ciertas economías que el había hecho montó su tienda.

Eso sí el compraba las cosas en el pueblo. Ni siquiera las compraba en Puerto Cabello. Compraba a mayoristas, a pulperos, a tenderos de Canoabo como los Pinto, los Salvatierra. Lo enseñaron a tomar aguardiente.

Se iba entonces con una mula y a la mitad del camino se emborrachaba, con dos perros. Se rascaba y se quedaba dormido a media noche viendo las estrellas de otros mundos. Por eso yo lo quiero tanto, es algo extraordinario para mí.

El llegó a hacer dinero. Entonces él bajó del cerro y compró una casa en Canoabo que no era muy grande y allí nacimos nosotros. Yo llevé allí a Ignacio Iribarren Borges.

A los cinco años fuí a una escuela. En la época de Gómez no había escuela primaria en Canoabo. Gómez nos hizo el desprecio más grande. No le hizo nada a Canoabo. Esa fue una zona abandonada por Gómez, todo el estado Carabobo. Luego Gómez nombró a un gobernador que era su primo hermano, el General Santos Matute Gómez. Era un analfabeta, imbécil, con chaleco y corbata, con siete perros metidos en un automóvil hispano-suizo. El que le hizo la primera carretera a Canoabo fue el General López Contreras, cuando el Dr. Enrique Tejera fue gobernador del estado Carabobo. Hizo la carretera entre Bejuma y Canoabo. Después el General Medina fue el que hizo la carretera de Canoabo a Urama. Esa fue una región abandonada. Tal vez le hicieron un gran mal porque si no le hubieran hecho nada hoy día sería un jardín zoológico, y debían haberlo conservado como un jardín zoológico, natural, un parque nacional. A Canoabo han debido haberlo declarado parque nacional, donde están todos los animales de la fauna, la flora, toda la belleza, rodeado por unas grandes montañas y eso vale la pena, eso construye un alma.

La escuela primaria donde estuve yo era de un boticario curazoleño de apellido Paneflet. Este era un señor casado con una venezolana, que era maestra de escuela, y yo fui a esa escuela desde los cinco años. Su cuñada también era maestra de escuela, que no tendría más de veintiuno o veintidós años, tanto es así que cuando yo tenía seis años me pareció bonita. A los cinco años uno tiene realmente una idea. La escuela del señor Paneflet, el boticario con su señora, su sobrina, donde habíamos unos cinco o seis muchachos, nada más porque no había una escuela pública en Canoabo. Nos enseñaban como podían.

En Canoabo nunca hubo médico o un dentista. Todo lo que ocurría lo sabía el boticario o mi padre, tendero, pulpero, hacendado y acreedor, él le fiaba a todo el mundo. Y algunos le pagaban y otros no le pagaban, esa es la historia.

Cuando yo llegué a Italia ya hablaba italiano. En mi casa me habían enseñado italiano mi papá y mi mamá. Mi mamá era letrada. Mi mamá había estudiado en un colegio muy importante, junto con una maravilla llamada Modestina que era su hermana, de quien tengo un libro de Petrarca dedicado por ella, con una letra y una dedicatoria de literata. La tía Modestina Federico Pifano. Para ella, Paneflet era un viejo curazoleño negro, de esos gruesos, pantagruélicos. Quienes me enseñaron realmente a leer y a escribir fueron mi padre y mi madre que eran personas de la clase media italiana. Eran unos campesinos, unas personas de buena familia de buena gente, de una cultura.

Cuando yo llegué a Italia yo tenía diez años y llegué a sexto grado. Mi papá y mi mamá nos enseñaban el italiano, a pesar de que mi padre dijo: “En mi casa no se habla el italiano sino el español, porque aquí estamos en Venezuela y no en Italia”.

Ellos lógicamente me enseñaban el italiano porque, ellos pensaron siempre que yo debía y toda la familia debía ir a Italia a conocer su país y a educarme y con eso me hicieron un bien infinito, porque si no hubiera estado por ejemplo en Vibonati, en Cámpora, después cuatro años en Florencia, yo sería un analfabeta. No tendría noción del mundo, estaría triste, no hubiera hecho nada. Tal vez por otra parte en la situación económica en que cayó el mundo entero, y por supuesto Venezuela, no me hubiera permitido a mí estudiar y yo me hubiera convertido en aquel pulpero de Canoabo que estaba rascaíto y viejito, bebiéndose su roncito y no hubiera hecho una obra poética ni nada. Si mi padre y mi madre no me hubieran sacado de Canoabo a los diez años para llevarme a Italia, aunque estaban en mala situación económica, no tenían mucho dinero.

Recuerdo muy bien que a mi padre le gustaba mucho leer la Biblia, leer Dostoiewski, Balzac y Tolstoi. Y yo creo que estaba muy pequeño para entender las cosas de Balzac y de Dostoiewski. Entendía varias cosas de la Biblia, pero a través de los dibujos, porque mi padre tenía una bella Biblia ilustrada por Gustavo Doré y otros pintores y yo comencé a interpretar la Biblia a través de los dibujos que mi padre me enseñaba en la Biblia que él tenía. Así el Diluvio Universal, el Paraíso Terrenal, por ejemplo, la Crucifixión.

Para mi la Biblia es un libro fundamental. Sí, y es porque la estoy viendo desde chiquito. Cuando yo llegué a la Tierra Santa, llegué de noche, vi un Israel de post guerra, después de su liberación. Y subiendo las montañas de Judea, los judíos con mucha inteligencia han dejado los tanques, las ametralladoras, ya oxidadas que la guerra dejó al lado de esa carretera durante la independencia. Y los faros alumbraban esas máquinas bélicas oxidadas entre los olivos de la carretera que sube por las montañas de Judea. Tuve una gran impresión al llegar en automóvil a Jerusalén en una noche de Enero de 1.960.

En realidad, mi casa en Canoabo era la casa de las ardillas. Tenía tantas ardillas que cuando me ponía una camisa se me metían por las mangas de la camisa, por los pantalones, me subían por las piernas y me mordían la paloma. Un día tuve que curarme con arsénico, me pusieron yodo, las ardillas creían que era una fruta. Mi padre me compraba loros, ardillas, me compraba morrocoyes, venados. Teníamos cabras, vacas y había el problema de las gallinas, gallos imperiales que se la pasaban cantando porque tenían unas gallinas muy bellas, de todos colores. Y el gallinero era la única parte de la casa que tenía dos pisos. Ahí teníamos una escalera, teníamos cajones con paja. Teníamos pavos reales preciosísimos que andaban por la casa y los jardines, entre las flores y los corredores de la casa. Mi padre era un poco indiferente y de pronto le sacaba una pluma a un pavo real. No era muy gracioso mi papá, no recuerdo si era muy gracioso o muy serio, pero recuerdo que hacía reír a la gente. Pero no recuerdo bien. Era un hombre muy severo. Pero me llevaba de la mano todos los días. ¿Cómo podía ser severo? En Marsella, por ejemplo, cuando íbamos para Italia, venía una carreta con grandes barricas de vino arrastrada por cuatro caballos, me descuidé y me agarró. Me llevó a un banco y me dijo siéntate ahí. Cargaba un cheque seguramente. Yo venía de Canoabo a Marsella. Tenía diez años, veía las vitrinas, los trajes, pasaban vendedores de fruta, de helados. Venir de aquel pueblito, de Canoabo, metido entre la montaña, entre las hojas de la selva, y las cabezas de los venados y unos tigritos que traían a la casa. Aquel paraíso terrenal de Canoabo. Pasar primero por Barcelona, España y luego a Marsella, donde mi padre me dijo: Siéntate ahí. Entre unas columnas inmensas de mármol.

Yo me quedé viendo como pasaba el tranvía, cómo pasaba la gente bien vestida, como pasaban los vendedores de helado, las frutas de la ciudad, como entraba la gente como loca a las taquillas de banco. Y yo decía ¿y este mundo de dónde salió, de dónde apareció, de dónde salió esta otra manera de vivir, si Canoabo no tiene sino una sola plaza y unas pulperías? Así fue cambiando el mundo para mí.

En aquella casa donde estábamos en Canoabo mi padre hizo un invento, a una caja de tabacos cubanos le puso un lente de aumento y todas las tarjetas postales que nos mandaban de Italia, de Florencia, de Nápoles, de Roma, del Vesubio, de campesinos bailando en las vendimia. Las ponía ahí y en el medio puso una vela, un trocito de vela a través del lente de aumento y aquella caja de tabacos cubanos se transformaba en un enorme cinemascope. Esos fueron inventos de mi padre allá en Canoabo. Entonces nos comenzamos a entusiasmar, él mismo se metió en el asunto. Sería el año veintidós o veintitrés.

Nosotros tuvimos en la familia un trauma sentimental en Canoabo. El padre de mi madre que se llamaba Giuseppe había muerto. De gran barba blanca que le llegaba hasta la barriga se sentaba en la puerta de su casa en Vibonati, con un abrigo en invierno y cuando pasaban los muchachos que iban a la escuela, él compraba un kilo de caramelos todos los días y él llamaba a los niños, decía: Eh Giuseppino, vení cuá, tre caramelle, prendi tre caramelle, le caramelle. Zu Peppe lo llamaban en Napolitano. Cuajao como un queso de chivo, Le daba dos o tres caramelos a cada muchacho.

Una noche mi padre nos dijo: Vengan para que vean estas postales que vienen de Italia. Uno corría tanto, nadaba tanto en esos pozos. No había luz eléctrica en Canoabo, había luz de carburo que dejaba mal olor y le hacía mucho daño a la salud de uno. Era un gas que uno respiraba. Mi padre hacía un hoyo profundo y lo enterraba. La luz de carburo es muy bella, es azul, parecida a la luz de las luces de las baterías que se producen en las grandes plantas atómicas. Aquello era un cinerama, un mundo, una avenida de Roma inmensa. Cuando yo creía que de mi casa a la iglesia, que eran tres o cuatro cuadras, era una distancia increíble. Pensando por otra parte, viendo pasar las nubes, los gavilanes o varias cometas, pensaba que en el filo de las montañas terminaba el mundo y que más allá de esa montañas no había nada. Entonces comenzamos a ver esas cosas.

¿Eso existe detrás de las montañas? le pregunté a mi padre. El me dijo: el mundo es muy grande. Yo te voy a llevar por todas esas partes del mundo que no son Canoabo. Venezuela misma es demasiado grande, mientras tanto tú estás aquí.

¿Cómo puede haber cosas más allá de las montañas? No puede haber nada porque yo veo que los pájaros no pasan más allá de las montañas. Las nubes no pasan mas allá de las montañas, yo veo que las nubes están aquí. Y nosotros somos los que hacemos el mundo, la familia y los amigos y los animales.

Yo tenía una cabrita que la degollaron, le quitaron la piel y la colgaron. Yo quería a esa cabrita como a una hermanita, andaba conmigo todo el día y un día dijeron vamos a comernos la chivita y la degollaron. Yo vi el cuero de la chivita colgado en el patio de la casa para que se secara. Eso me va a perseguir hasta el final de mis días, de mi espíritu. Yo no puedo matar a nadie, a un chivo, a una gallina. Había cochinos también en mi casa, en el traspatio, en el jardín. Había unos pilares donde las palomas anidaban y cuando mi mamá daba a luz le daban pichones de paloma. Decían que eso era muy bueno para las parturientas. Ese era el ambiente de mi casa. De pronto traían un venado chiquito, cachicamos, teníamos un morrocoy como de quinientos años, nos montábamos sobre él y él caminaba.

A mi mamá le daban algunos ataques. Se está muriendo mi papá. Y todos la rodeábamos. Yo era muy mamero y papero.

Tenía un burrito que se llamaba Parapara, yo le puse ese nombre. No podía ver una burrita porque me tumbaba.

Una noche estando reunidos en mi casa cerca de los pilares y con los naranjos, los mangos, las flores que sembraba mi madre y un gran samán que daba al traspatio, allá donde dormían los animales domésticos, llegó un telegrama de Italia que estaba dirigido a mi madre y decía: "nuestro padre ha muerto, tus hermanos Antonio, Fabricio y Modestina". Era el último abuelo que me quedaba. Mi madre por supuesto recibió la noticia con una emoción tremenda. Mi padre igual. Vi que pasaron varios días de luto porque la gente los visitaba y yo sentí la muerte de mi último abuelo, porque de los demás abuelos nunca me hablaron porque se habían muerto hacía mucho tiempo.

A los dos o tres meses, como mi madre seguía muy afligida por la muerte de su padre, mi padre como a las cinco de la tarde entró en la casa porque él estaba en su negocio y dijo: “El mes que viene nos vamos para Italia”. “¿Quién, tú y yo?”, preguntó mamá.. “¿Y los niños se quedan con Irene?”

Irene era una amiga que mi mamá había traído de Italia y la acompañaba en todos los quehaceres de la casa. Hoy día es madre de una gran familia muy honorable, muy trabajadora, empresaria, que ha hecho capitales importantes, hasta tienen un banco, el banco Capital. Ella se llama Irene Manganelli. En Italia se casó con José Furiati y regresaron a Venezuela. En Barquisimeto trabajaron e hicieron una fortuna considerable. Yo los quiero mucho, yo quiero a Irene como a mi segunda madre. La quiero ver porque hace mucho tiempo que no la veo.

Comenzamos a preparar el viaje, Mientras tanto, seguimos nuestra vida. Iba a la escuela, me bañaba a las cinco de la mañana en el río, a las once volvía al río porque el río era el centro de la diversión de nosotros los muchachos.

La salida del pueblo ocurrió en un amanecer lluvioso, con esa lluvia tropical que cae en Canoabo y en toda esa zona del occidente de Carabobo y del estado Yaracuy. A Chepino, que era entre nosotros el penúltimo y quien había sido operado de un tumor benigno por una caída que se había dado de la mesa del comedor, lo llevaban dos hombres en una hamaca y Chepino iba llorando todo el tiempo porque le dolía la herida. Apenas tenía un mes y tanto de haber sido operado, y yo sufrí mucho con ese llanto de Chepino, un poco intermitente, pero casi permanente.

A lo largo de toda la sabana y la selva de Urama que pasamos, mi madre iba sentada de medio lado sobre una mula, como se usaba antes, con una sombrilla. Mi padre iba en su caballo y yo iba en mi burro que me había regalado mi padre cuando yo tenía como seis años, en el cual me paseaba todos los días por todo Canoabo, dándole una vuelta al pueblo y dándole vueltas a las calles y saludando a toda la gente que me saludaba. Saludaba a mis amigos porque yo no me atrevía a saludar a nadie porque era muy niño, lo hacía con mucho temor. Yo no saludaba, yo paseaba. Los ríos habían crecido mucho, porque había llovido durante la noche y nosotros tuvimos que esperar que bajara el río Capa para pasar el río. Mientras tanto se me olvidaba decir que mis hermanas, una tenía nueve años, otra tenía siete, otra tenía seis y otra tenía cuatro, iban cada una en un burrito y tres o cuatro hombres nos cuidaban. Así pasamos la sabana de Canoabo que da hacia Urama y entramos en la selva.

Yo había andado en el burrito hasta la sabana porque hasta ahí me permitía mi padre llegar. Me decía: “Cuando tú veas una orilla de árboles grandes, espesos y oscuros no pases de ahí y regrésate”. Y efectivamente así siempre lo hacía.

En la orilla de la sabana había una casa de un señor que se llamaba Silverio Salvatierra. De los Salvatierra de Canoabo y Montalbán. Una familia que fue gran amiga nuestra.

Cuando pasamos por la selva habían tantos monos titíes que prácticamente nos hicieron sufrir y nos hicieron reír, porque nos tiraban palos y uno tiró un coco y se lo pegó a un peón de los que iba con nosotros, ramas y todas las clases de frutas no comestibles que hay en la selva.

En el medio de la selva había un caney donde nos paramos a descansar. Un caney largo con una cocina ennegrecida por el humo y luego unos horcones a los cuales se amarraron las bestias, Parecía que mi padre había ordenado que nos hicieran almuerzo, lógico, es decir, un sancocho de carne y cachapas con queso de mano.

Entonces seguimos viendo aquella selva intrincada, las raíces de los árboles parecían animales pre-diluvianos. Había un barranco de una gran profundidad, en cuyo fondo sonaba un río de la América eterna, de esta geografía tremenda, americana que se va erosionando lentamente y que va hundiendo su cauce, algunos de los cauces de los ríos. La selva, como toda nuestra selva tropical es sorprendente. Las lianas, las flores, las orquídeas hacen un ornamento barroco y yo más bien diría surrealista. Cuando salimos de la selva entramos a un paisaje verde con unos samanes espaciados y ahí mismo estaba Urama. Allí en Urama vi por primera vez, tremendo porque yo tenía diez años porque eso ocurrió en el mes de junio del año 1.923 y yo nací el 2 de junio de 1.913, vi por primera vez la carretera. Nunca había visto una carretera, ni siquiera una bicicleta, porque en Canoabo no había bicicletas. En Canoabo no había ni siquiera una carreta de caballos. Una carreta que tenía un señor la puso en el corredor de su casa, puso una tienda que le puso el nombre "La Carreta". Entonces nosotros veíamos la carreta como una pieza del Museo del Transporte.

Al rato llegaron dos automóviles descapotados. Vi por primera vez el automóvil. Ahí habían negocios para arrieros que llevaban mercancía de Canoabo y otros pueblos de por ahí cerca hacia Puerto Cabello y viceversa. Yo me sentí feliz cuando me monté en el automóvil. Yo los había visto únicamente en revistas y además como iba descapotado, iba viendo el paisaje y mi padre se sentaba siempre al lado mío. Mi mamá se fue en otro automóvil con una parte de mis hermanas y mi padre se quedó conmigo y otra parte de mis hermanas. Mi mamá llevaba a Chepino que seguía adolorido.

Pasamos por El Palito y nos encontramos con el mar. Era la primera vez que veía el mar. Sobre el mar estaban unos barcos pesqueros, unos veleros, un buque grande de carga. El ferrocarril de Valencia a Puerto Cabello, Nunca lo había visto tampoco. Era el mismo tren que iba de La Guaira a Caracas, luego pasaba por Valencia y por último llegaba a Puerto Cabello. Eran dos compañías que se dividían las dos cosas, pero éste era el ferrocarril de Valencia a Puerto Cabello. Primera vez que veía el ferrocarril. Me pareció un juguete, una maravilla, una preciosura porque todavía no había juguetes, es decir, trenes como juguetes no existían.

Llegamos a Puerto Cabello y a mí me pareció Nueva York. Llegamos al hotel Universal. Yo no vi el cuarto que me correspondía y subí a la azotea. El hotel Universal tenía dos pisos. Subí para ver. Vi como era la ciudad, cómo se veía desde arriba, y cómo el hotel era de dos pisos se veía la mayor parte de Puerto Cabello, porque casi todas las casas eran de un sólo piso. Ahí me encontré otra vez con mi propia gente. Al mirar hacia abajo vi un inmenso terreno donde llegaban arrieros que traían y llevaban mercancía de Puerto Cabello a otros pueblos y entre los burros, las mulas, los caballos, habían unas ovejas. ¿Qué hacían esas ovejas ahí? No sé, pero estaban ahí seguramente porque las habían traído de otros países para trasportarlas a una región de Venezuela, para adaptarlas a Venezuela. Yo tampoco había visto ovejas hasta ese momento. Las había visto en las revistas que traía mi padre de Italia.

Bajé y mi padre me dijo: “Tú vas a dormir aquí, ahora vamos a Salir. Mi mamá tenía que cuidar a Chepino y a mis hermanas.

Entonces salimos él y yo. El salió a ver a sus amigos. Puerto Cabello prácticamente no le interesaba. A mí sí me interesaba mucho porque me parecía realmente una gran ciudad, una ciudad inmensa. Y realmente Puerto Cabello era muy bella en el año 1923. Era un puerto pequeño, no era una ciudad de grandes edificios. Eran casas de uno o dos pisos, éstas últimas con balcones de madera muy lindos y eso me entusiasmaba mucho a mí.

Vamos a ver a unos amigos, me dijo mi padre y fuimos a casa de los Palermo. Pero también llegamos a casa de un señor, amigo de mi padre que tenía un bar y una chocolatería, una venta de dulces. Otro amigo, porque todos esos señores italianos que estaban en Puerto Cabello eran amigos de mi papá. Desde el pequeño fabricante de zapatos hasta el más rico. Ellos hablaban y yo me puse a ver en un rincón del negocio. Había una vitrina triangular muy bella, muy bien labrada, de madera pulida con unas copas llenas en diferentes planos, en tres o cuatro planos. Tenía unas copas de cristal llenas de bombones, de esos chocolatines envueltos en papel dorado y plateado y yo me les quedé mirando. Nunca había visto unos chocolatines envueltos en papel dorado y plateado y eso que mi padre nos llevaba a Canoabo cuanta chuchería había, hasta hielo. Lo hacía cuando bautizaba a un hijo. Lo llevaban en burro envuelto en algas y resulta que de una pieza de cien kilogramos llegaban cinco. Pero con eso hacíamos helados (raspados) y eso era importante. El dueño de la casa, cuyo nombre no recuerdo, me llenó los bolsillos de chocolatines y yo le di las gracias.

Mi padre me dijo luego: “Vicente, vamos ahora a ver el barco en el cual vamos a salir mañana”. El siempre me llevaba de la mano.

Llegamos al muelle y el barco me pareció más grande que Puerto Cabello, porque estaba todo iluminado, además había una orquesta que estaba tocando música y aquello me pareció tan extraordinario, un barco con tantas luces, con tantas ventanas, con tantos pisos, porque ningún edificio de Puerto Cabello tenía tantos pisos como ese barco. Eran cuatro, cinco o seis pisos. Tenía dos chimeneas. Era un barco viejo italiano. Por cierto, vi que en la proa decía Venezuela. Mira, me dijo mi padre, el barco que nos va a llevar a Italia se llama Venezuela.

Yo me quedé asombrado. Oí la música, vi la gente que subía y bajaba las escaleras. Vi a los marineros, aquellos uniformes que nunca había visto de marinos, de capitanes, de oficiales de marina, todo eso me pareció realmente un mundo distinto, completamente encantador, subyugante. Parecía un sueño, mas que todo un sueño.

Creo que estoy soñando, le dije a mi padre. Yo creo que yo estoy soñando. Estoy soñando con las revistas que usted manda a traer de Italia, la Domenica del Corriere y otras. No, no, no estás soñando. Estás viendo el barco en el cual nos vamos para Italia.

De regreso al hotel vi otra sorpresa. Frente a un edificio que es uno de los edificios más bellos que tiene Venezuela y que lo tienen ahí arrinconado todavía, lo tumbaron para remodelarlo y nunca lo hicieron, el Teatro Municipal de Puerto Cabello. Frente al Teatro Municipal de Puerto Cabello estaban proyectando en una pared una película de Chaplin. Por primera vez yo veía el cine y veía a Chaplin.

El barco salió con música, iluminado, con muchas banderas. Mis hermanas corrían por los puentes subían y bajaban las escaleras. El único que estaba acostado y llorando era Chepino y yo iba cada rato a ver cómo estaba y también a mi mamá que lo estaba cuidando. Mi padre también iba de cuando en cuando a verlo. Yo no recuerdo si en ese barco había un bar. Pero lo cierto es que me daba la impresión de que todo el mundo estaba rascado. No sé si era por el vaivén de las olas o alguien tenía una mula guardada o había un bar que yo no vi. Seguramente había un bar, tenía que haberlo.

Yo noté que el barco estaba doblado hacia la derecha y la baranda donde íbamos nosotros tenía dos o tres varillas caídas, de modo que cualquiera que se resbalara allí, estando el barco escorado, se iba al mar, ya fuera grande o chiquito. El barco iba escorado a babor. Yo veía que todos los niños corrían. “Prohíbale a mis hermanas que corran allí porque se pueden resbalar”, le dije a mi padre.

Además había obreros de la marinería que enjabonaba el piso y se hacía resbaloso, luego había oleaje que de pronto se metía hacia el barco y ponía el piso resbaloso y yo estaba pendiente de que mis hermanas no cayeran al mar. Efectivamente mi padre le dijo a mis hermanas: “Jueguen a estribor”. No les dijo a estribor sino jueguen al otro lado. Entonces cuando yo vi que esa orden que yo había recomendado había sido aceptada me fui a ver el barco desde estribor. Yo me quedé tranquilo.

Había una mujer italiana que decía “mamme, il late”. Yo sabía italiano pero yo no cohesionaba bien las expresiones cuyas palabras se reunían, se contraían. Yo le decía a esa señora Mamme il Late. Eso significaba que una señora ofrecía a las madres leche para los niños. Yo sabía un poco de Italiano que me había enseñado mi padre, pero eso no lo entendí bien porque me parecieron palabras muy unidas. Y me pregunté ¿Qué quiere decir esto? y yo mismo me puse a descifrar el significado de Mamme il latte. Mamme es una palabra, il, otra y latte, otra. Significaba que esa señora estaba ofreciendo a las madres leche para los niños, leche de vaca, era un comercio que había en el barco. Eso me impresionó mucho porque yo cambiaba ya de idioma. En mi casa me habían enseñado un poco de italiano, pero cuando me encontré con esa frase con las palabras tan unidas, con las palabras tan contraídas. Yo no entendí. Yo me decía: yo sé italiano, a mi me lo han enseñado ¿y por qué no entiendo esta palabra? Entonces comencé a dividir las palabras y ahí comencé yo de verdad a entender el italiano. Así se construyen los idiomas, así se entienden los idiomas.

Bueno, yo me sentaba en los rollos de mecate que había en la proa y ahí pasaba horas viendo el mar y por fin llegamos a las islas Azores. Ahí me di cuenta que yo era un ser contemplativo. Esas islas al atardecer eran rosadas y yo vi que eran bellas, que estaban solas y pasaban, y que el mar era muy grande, que el universo era inmenso, que aquellas islas estaban ahí con su belleza y su soledad. Pasaban los días, pasaban las tardes, y volvían los atardeceres.

Nos fuimos acercando a otras islas también con sus costas rosadas y llegamos a las Canarias. Llegamos a Tenerife que es la capital de las Canarias. Ahí nos rodearon los vendedores de fruta en sus barcas, porque no usan canoas, no son indios, esos son europeos, la canoa es india, la canoa es americana, además es una gran embarcación, por eso los indios Caribes invadieron todo el mar Caribe, por la canoa, porque se sabe mover en la ola. Ahí en Tenerife me encontré con mis ojos frente a las frutas más bellas del mundo. Frutas que nunca había visto, el melocotón, las cerezas, las ciruelas, las peras. La manzana la conocía porque mi padre había llevado manzanas al pueblo. También conocía la uva porque mi padre las cultivaba en el jardín de la casa, teníamos un parral en Canoabo.

Pasamos un día rodeado de vendedores y además de muchachos que se lanzaban al mar por unas monedas que uno le tiraba desde el barco. Esos nadadores parecían unas focas. Seguimos por el Estrecho de Gibraltar. Mientras tanto yo iba aprendiendo geografía. Algo de las nociones que había recibido en Canoabo por parte de la maestra de escuela, por parte de mi padre y de mi madre yo las fui viendo en el viaje, por lo menos esa parte del mundo que nos une al Caribe con el Mediterráneo. Cruzamos el Estrecho de Gibraltar y el siguiente puerto que llegamos fue a Barcelona. Recibí en Barcelona grandes impresiones pues vi una gran ciudad. La primera gran ciudad que yo vi en mi vida fue Barcelona y antes de atracar el barco apareció un zepelín que estaba dando vueltas por Barcelona, otro milagro para mí ver un zepelín.

Mi padre tuvo que bajar a tierra porque tenía que ir al banco, a cambiar dinero o bien porque tenía algunas relaciones comerciales con ese banco y me llevó. Tomamos un taxi y fui viendo una ciudad preciosa, extraordinaria. Es realmente la primera gran ciudad que yo vi. La otra gran ciudad que vi fue Marsella. Ahí también se detuvo el barco y también mi padre tuvo que hacer una operación bancaria. Fuimos a un banco con grandes columnas de mármol y me dijo: •Siéntate ahí, mientras yo voy a hablar un asunto”. Y todo el tiempo estuve viendo hacia la calle que tenía un movimiento extraordinario que yo nunca había visto. Mucha gente, mujeres preciosas. Yo tenía diez años en ese momento pero ya tenía una noción de las mujeres lindas. Seguí viendo las tiendas que estaban al frente, los hombres, las mujeres, las joyerías, una cosa esplendorosa, una gran ciudad. Grandes calles, una ciudad y un movimiento de gran urbe. Mi padre se demoró ahí casi una hora, creo yo, porque estuvo mucho tiempo.