Muestra de obras Poéticas
L I R A S
1943

¡Levántate, Ethinthus! Aunque el gusano de la tierra te llame, déjale llamar en vano, hasta que haya pasado la noche de las sombras santas y de la soledad humana. ¡Ethinthus, reina de las aguas, cómo brillas en el cielo! ¡Cuán grande es mi júbilo, hija mía! Porque tus hijos se agrupan alrededor de tí, como peces gozosos sobre la ola, cuando la luna fría bebe el rocío sutil que exhala el mar. Ethinthus, eres dulce como el consuelo para un corazón agobiado, porque ahora las aguas murmuran a los pies de Enitharmon... ¡Manatha-Varcyon! Te veo revoloteando en mi palacio. ¡Luz del alma de tu madre! Veo tus alas encantadoras cubriéndote. Tus alas de oro constituyen mi alegria, y tus llamas me producen dulce ilusión... ¿Dónde está mi encantador pájaro del Edén? ¡Leutha, amor silencioso, dulcísima alma de las flores, Perfume de olor baIsámico, sobre tus alas se regocija el arco de variados colores! Veo tu luz encarnada. ¡Tus hijas, en evoluciones numerosas, suben en espirales como dulces perfumes, oh Leutha, reina suave como la seda...! Oigo en mis tiendas, a la dulce Oothoon. ¿Por qué quieres quitar el velo a los secretos de la mujer, melancólica hija mia? La felicidad madura entre dos momentos... ¡Oh Theotormon, varón que ha perdido su alegría para siempre, veo correr tus amargas lágrimas, en tus paseos por mi casa de cristal...! ¡Sotha y Tiralatha, habitantes misteriosos de las cavernas del sueño, levantaos y encantad al demonio del torrente con vuestros cantos melodiosos! Haced callar los truenos que producen los cascos de oro, y atad vuestros caballos... ¡Orc, sonríe a mis hijos! ¡Sonríe, hijo de mis desgracias! ¡Levántate, oh Orc, y da alegría a nuestras montañas con tu luz roja!
WILLIAM BLAKE.



I
a Martiano Picón-Salas


C laras horas del césped,
morada silenciosa de las flores
soy el amante huésped
rendido a los rumores
y a la dorada luz de los alcores.

Asciende la tristeza
ondulando en los trigos Vespertinos,
en la dulce pureza
de coros campesinos
que hacia los cielos van entre los pinos.

Brillan los azahares
en la penumbra malva del olvido,
bajo verdes altares,
adonde voy herido
de un anhelo vehemente y encendido.

Vitrales del poniente
derraman sus fantásticos reflejos
sobre el orbe doliente,
y el ser hacia lo lejos
sufre el fuego de móviles espejos.

Al descender el día,
la bruma nos conduce al monasterio
de la melancolia
a escuchar el salterio
melódico y profundo del misterio.

Arpas de sombra fluyen
del suspirar eterno del follaje,
y las almas intuyen,
como arcano mensaje,
el eco de la muerte en el cordaje.

¡Oh noche misteriosa,
encantada visión de oscura calma,
que siempre candorosa,
al pie de eterna palma,
enciendes las estrellas en mi alma!





II
a Fernando Cabrices


I slas crepusculares
me hieren con su triste lejanía,
bajo enigmas solares,
en fuegos de agonía,
cual remota y doliente sinfonía.

Son flores de oro pálido,
abiertas por el ángel del poniente
en el sereno y cálido
anochecer ardiente,
confinado a su púrpra doliente.

Hijas de la distancia,
mundo del soñador y del pirata,
adonde va la infancia
en sus barcas de plata,
surcando el sueño azul que me arrebata.

Sus grutas son moradas
de un remangado mar de oscuras olas,
que esconden hechizadas
perlas y caracolas,
entre brillos y frágiles corolas.

Un aire de arpas flota
en el viaje ligero de la ondina,
y sueña la gaviota
sobre la arena fina,
mientras se abre la anémona marina.

Oh soñar infinito
del alma que se eleva enamorada
al milagroso rito
de la tarde inflamada,
¡refúgiame en tu mágica morada!

Eres tiempo profundo
y grave y solitario y olvidado,
más lo prefiero al mundo
del hombre encadenado,
que olvida la razón de lo creado.

Me iré con los veleros
por el confín nostálgico del día,
y el son de los remeros
y algún ave tardía
serán en mí nocturna melodía.

Que la noche me arrastre
como un leño en las aguas tumultuosas
de un arcano desastre,
y me entregue a luctuosas
furias roncas de formas tenebrosas.

Y que mi ser perdido
en esta soledad desenfrenada,
al misterio rendido,
como isla abandonada,
espere su relámpago en la nada.





III
a D. Eugene Delgado Arias


T orre del mediodía,
bronce de una ciudad abandonada,
desierta melodía,
es mi vida asolada,
cuando me invade el viento de la nada.

Oigo venir el llanto
por los valles oscuros de la tierra,
veo el triste amaranto,
que en su corola encierra
drama de soledad, sombra que aterra.

Avanzan las legiones
bajo el hierro, la pólvora y la nieve
de lejanas regiones
de pinos y de leve
silbo de viento negro que los mueve.

Estallan las granadas
sobre blancas aldeas inocentes,
caen enamoradas
vidas adolescentes
y niños a la muerte indiferentes.

Un huracán de moscas
baja como castigo de los cielos,
entre las nubes hoscas,
entre fúnebres velos,
hasta el alma que gime en sus desvelos.

Allí va solitario
el hombre bajo el peso del acero,
ascendiendo a un calvario,
calvario verdadero,
sin amor, sin vinagre, sin lucero.

Oigo el llanto profundo,
el llanto solitario y silencioso
de las madres del mundo,
ascendiendo luctuoso
a los cielos, cual coro misterioso.

He aquí la angustia, el duelo
del alma en los confines del olvido,
como un oscuro vuelo
en el malva y herido
cielo, que mi existir clama rendido.

¡Horas de mis desvelos,
morada de la muerte y las estrellas,
entregadme a los cielos,
y dadme las centellas
para dar luz a mis dolientes huellas!

iY si el dolor del mundo,
en música de llanto o fuego vivo,
asciende a lo profundo
de mi ser sensitivo,
dadle forma de un ángel pensativo!






IV
a José Nucete-Sardi


T emblor en mí es el cielo,
cuando en la fronda oscura de las pomas
brilla una luz de hielo
y acoge entre las lomas
un vuelo solitario de palomas.

El sol en los collados
y en las cumbres lejanas del poniente,
se difunde en dorados
brillos de luz doliente,
hiriendo de fulgor al ser ausente.

Un dios de lejania,
como montaña grave de reflejos
palpita en su agonía,
como en hondos espejos,
donde yacen mis pálidos festejos.

Agitando laureles,
derramando en las peñas negro vino,
huyen raudos lebreles,
y el viento vespertino
me embriaga, y atormenta mi destino.

Yo estuve bajo el frío,
heredando leyendas junto al fuego,
y ahora en el estío,
ardiente como un juego
de niños tenebrosos, solo ruego,

solo y mudo blasfemo,
solo contemplo dioses de granito,
solo labro mi remo,
solo enciendo mi rito,
y entre llamas me elevo al infinito.

Venid amigos mios:
he aqui la roca oscura del olvido,
el eco de los ríos,
y el fantasmal ruido
sobre la soledad de lo vivido.

Os reclama la muerte,
y esta espiga madura junto al día,
y este paraje inerte
de gravedad y umbría
entregado a su negra sinfonía.

Se abre una flor nocturna,
ya la sombra del alma da su lumbre
de magia taciturna,
como brillo de herrumbre,
en su clima de densa pesadumbre.

Venid amigos míos
a este paraje yermo de agonía,
donde moran los fríos,
la ceniza del día,
y el ave de hechizada melodía.

Precipicio caliente,
llanura del silencio de los muertos,
colmillo de serpiente,
huesos de los desiertos,
esqueletos de barcas en los puertos,

os miro en mi delirio,
mientras la tierra pasa ensangrentada,
en fuego de martirio,
por la comba estrellada,
como un arcano signo de la nada.

Venid amigos míos:
un sufrimiento anónimo os agita,
un huracán de hastíos,
en la hora maldita,
mientras la maravilla al ser invita.

Os espero en mi angustia,
al pie de una montaña de espejismo,
en mi tétrica angustia,
gritándome a mí mismo,
cual si un hijo cayera en un abismo.





V
a Mario Briceño-Iragorry


¿P or qué voy por la noche
elevando mi sombra a las estrellas,
en un vago derroche
de iluminadas huellas
y secretas y mágicas centellas?

De la sonora cumbre,
toda azul, coronada de neblinas,
desciende con su lumbre
de olorosas resinas,
el tiempo a mis dolientes, graves, ruinas.

Atrás quedan los muertos,
como hierro oxidado entre terrones,
cual agua en los desiertos,
que beben los leones
entre cálidos brillos de tifones.

En medio del follaje,
junto al puma, las lianas, la serpiente,
oigo un grave cordaje,
y en el salto potente
de la fiera, se curva un signo ardiente.

Oigo los blandos pasos
del estrellado tigre en la pradera,
como rasgando rasos
entre la adormidera,
el helecho, el bambú y la palmera.

Desde negros espejos,
el búho con sus ojos me atormenta,
entre fríos reflejos,
y en su mirar de menta
me hipnotiza el misterio y se lamenta.

La araña me aprisiona
en sus frágiles redes siderales,
y hunde la araña mona
sus lamentos mortales
en un clima de flores minerales.

Soy una densa sombra
poblada de luciémagas ligeras,
y el eco que me nombra
en las negras laderas,
me agita como fúnebres banderas.

Y miro el agua lenta
del río, de los lagos, de los mares,
mientras a mi osamenta
bajan brillos lunares,
como baja la luz a los altares.

La piedra no es la piedra,
ni el árbol es el árbol milenario,
ni la hiedra es la hiedra
trepando el campanario,
olvidado en su bronce funerario.

Oigo congregaciones,
como un rumor de tumbas removidas,
que con sus oraciones
y lumbres encendidas,
llorando van como almas doloridas.

Y miro en la tristeza
la aldea que soporta silenciosa
su bíblica pobreza,
como hermana amorosa
de la eterna colina rumorosa.

Y miro las ciudades
en su rumor de sombras perseguidas,
de llanto y de maldades,
mientras las avenidas
se olvidan de la harina y las heridas.

Llorad vientos nocturnos
por la madre que pare bajo un puente,
y por los tacitumos,
y por el ser que siente
correr por el metal su sangre ardiente.

Y por el solitario,
y el que llora implorando a mudos santos
de un oscuro santuario,
donde se elevan cantos
de una tristeza oculta en negros mantos.

Y por mi calavera,
semejante a la muerte, al aire, al río,
al hijo, a la palmera:
forma blanca del frío,
del fuego, del dolor, del desvarío.






VI
a Enrique Peña


L lanto, llanto profundo,
te escucho como un salmo en lo vivido,
en la noche del mundo,
con su costado herido,
como un niño sangrando en el olvido.

Alma, afán solitario,
eres la noche misma en los olivos
de un antiguo calvario,
hiriéndote de vivos
metales por los cielos fugitivos.

La madre y el mendigo,
el animal doméstico y la esposa,
el hijo y el amigo,
bajan por la ardorosa
colina de la noche rumorosa.

Voces, voces nocturnas,
oscuras frente al viento de la aurora,
guitarras taciturnas
hundidas en la hora,
seguidme hasta la luz que me devora.

La tristeza abandona
su penumbra estrellada de violines,
y vuelve y se corona
con luz de querubines
en mi sereno valle de jazmines.

Dolor, dolor del mundo,
que has pasado la noche en la pobreza,
de ti, en la sombra, inundo
mi inclinada cabeza,
y callado me elevo en tu tristeza.





VII
a don Rufino Blanco-Fombona


O h tristeza nocturna,
herida por la estrella solitaria,
¿tañes, tú, taciturna,
el arpa funeraria,
al pie de la montaña milenaria?

Junto a ti las edades
suenan en el abismo y en el río,
cual hondas soledades
disueltas en el frío
reflejo tembloroso del rocío.

En el aire sagrado
flotan, entre corolas, los anhelos,
y al césped esmaltado,
desciende en vagos velos,
la visión melodiosa de los cielos.

¿No es ésta tu morada,
oh tristeza nocturna, suspirante
virgen enamorada
del silencio sangrante
en el alma hechizada del amante?

Cual las notas agrestes
de una flauta lejana, así me llaman
tus violetas celestes
que las sombras derraman
y en el profundo azul lentas se inflaman.

En la nada retumbas,
y en ti somos los ángeles caídos
sobre brumosas tumbas,
al olvido rendidos,
bajo una brisa negra de gemidos.

La magia rumorosa
de las oscuras frondas agitadas,
¿no es tu voz misteriosa?
¿Oyes las desdichadas
doncellas en tus sombras desoladas?

Eres, en la perdida
comarca de los pobres, la heredad,
y su luz encendida
junto a la enfermedad,
es estrella en tu propia soledad.

Y eres dolor del mundo
en la madre que llora silenciosa
al hijo moribundo.
¡Oh, tú, doliente diosa,
apártale su muerte candorosa!

Mi ser es tu vivienda,
perdida entre abedules olvidados
como en una leyenda.
En ella están callados
mis muertos, en tus arpas, extasiados.







VIII
a don Emilio Rodríguez Mendoza


¿Q ué oscuridad me nombra?
A tientas voy llorando por la tierra,
bajo la grave sombra
que a los pasos se aferra
y en el gusano hambriento nos aterra.

¿Quién con silbos me llama?
Un relámpago cae en la mirada,
y en el alma se inflama
la resina sagrada,
que una mano remueve encadenada.

He aquí la vieja puerta,
de hueso carcomido y tristes huellas,
de mi casa desierta,
de piedra de centellas,
cual la pobreza al pie de las estrellas.

He aquí la vieja silla
de mi padre que duerme entre las flores,
bajo una cruz sencilla,
caída entre rumores,
luciérnagas, ladrillos y dolores.

He aquí el triste retrato
de mi madre mirándome entre escombros,
hundida en su arrebato,
con su luto de asombros,
buscándome en la curva de mis hombros.

He aquí la vieja mesa,
donde el pan era símbolo sagrado,
y que la sombra besa
en mi ser desolado,
perdido en los reflejos del pasado.

¿Por qué estos signos graves,
hablándome, en la noche sin confines,
de mis oscuras llaves,
que guardo en los jardines
incendiados por tristes querubines?

Descienden a mi frente
cuervos de soledad ensangrentada,
y en el sufrir ardiente
mi vida va callada
por la tierra, sombría y estrellada.



Escuche a Her­nán Gam­boa can­tar los pri­me­ros seis ver­sos de es­te poe­ma. Mú­si­ca de Her­nán Gam­boa

IX
a don Santiago Key-Ayala


E l enigma nocturno
en nieve de violetas baja lento
a mi ser taciturno,
y en silbos de oro siento
el paso del misterio por el viento.

Sombras de soñadores
descienden con antorchas inflamadas,
como antiguos pastores,
modulando encantadas
flautas de altas nostalgias estrelladas.

Dejé los olivares,
dejé el rumor oscuro de los pinos,
y ahora los cantares
de alegres campesinos
me llegan en los aires peregrinos.

Dejé mi infancia sola,
perdida en un recuerdo silencioso,
como luz de corola
de un bosque rumoroso,
en donde un ángel juega con un oso.

Dejé mi propia vida
al pie del arcoiris y la estrella,
y ahora es honda herida,
angustia que me sella,
y forma dolorosa de una huella.

Siento llegar las ondas
del aire con olores de manzanas,
oigo las dulces rondas,
el son de las campanas
y las sencillas voces aldeanas.

¿Dónde aquellas ovejas
que manchaban de blanco las colinas,
y las finas abejas
que bajo las encinas
embriagaban las flores vespertinas?

¿Dónde el perro pastor,
fiel a la flauta mágica y agreste?
¡Oh profundo dolor
que en la noche silvestre
me invade con las ráfagas del este!

Venid, vientos lejanos,
vientos de las nocturnas soledades,
y hundidme en los arcanos
ritmos de tempestades,
y entregad mi ceniza a las edades.

Coronaré mi frente
de soledad, de angustia, de sonido
metálico y ardiente,
para vivir herido
bajo el azul follaje del olvido.

Y a la orilla de un lago
viviré con la sombra de mis duelos,
y como un viejo mago,
lanzaré en los desvelos
mis arpas incendiadas a los cielos.