a Virginia Betancourt Valverde
Un domingo en la tarde fuimos a visitar a Vicente Gerbasi. Nos recibió en su apartamento de la urbanización Cumbres de Curumo con su mujer, Consuelo. Lo que ha podido ser el clasico domingo insuflado por el desasosiego y el tedio, los Gerbasi lo convirtieron en una fiesta. Qué alegría de vivir, qué maravilla la de aquella pareja de enamorados que iban mas alla de los setenta. Nos fuimos de su casa de noche, convencidos de que la felicidad en cualquier momento toca la puerta y se sienta. Para Guadalupe, era la primera vez que trataba a un creador, un poeta, distinto a todos los demás. Y la cantidad de gente que hemos conocido. La diferencia que todavia celebra contundente y hasta emocionada es que Vicente era un hombre bueno. Qué difícil es encontrarlos tan absolutamente buenos. Un santo, más que un ángel. Como alguna vez dijo Borges refiriéndose a su padre: «Era muy inteligente y como todos los hombres inteligentes, muy bondadoso». La estrella que le brillaba en los ojos fue la que Guadalupe vio en él, ya harta de los egos enfermos de tantos otros artistas. Recuerdo poquísimos domingos en la tarde a lo largo de mi vida. Uno es el de Vicente. Tan íngrimo como el retrato que me hizo mojando los dedos en vino con ceniza. Soy yo y estoy colgado en la pared del cuarto de mi hijo Cristóbal. Este privilegio ocurrió un mediodia en un restaurante de Las Mercedes con su inseparable amigo Francisco Pérez Perdomo. Compartiamos en esa época la misma casa. Abajo la Revista Nacional de Cultura y arriba la revista Imagen. Nos frecuentabamos a diario. Yo acudia a él con la certeza de que mis pasos me llevaban hasta un hombre grande. Un poeta, un hombre acostumbrado a beber en el pozo humilde de las palabras. La alegría, la arnistad, la arnabilidad, la buena voluntad, en tres palabras: la inteligencia bondadosa se sentaba a!lí todas las mañanas. Luego se iba con un sombrero blanco bellisimo que le daba un aire de ingenua elegancia. Su obra poética, abundante, se inicia con Vigilia del Náufrago (1937) y concluye con el libro póstumo Los oriundos del paraíso (1994). Más de veinte títulos en casi sesenta añios de publicación de sus textos. Los estudiosos de su obra coinciden en seña!ar a dos de sus libros como los mas importantes. Me refiero a Mi padre, el inmigrante (1945) y Los espacios cálidos (1952). Ciertamente, son dos poemarios centrales de la poesia latinoarnericana. A mí me entusiasma particularmente el largo canto a su padre. No sólo por la factura impecable sino por el logro estructural. Es un poema redondo, logradisimo. Resume una experiencia universal: el europeo que llega a América y hace el inventario espiritual de lo que sus ojos, y su alma, registran. Si la nuez de la poesía es la imagen, la mirada, allí está ella como un relámpago (para echar mano de un fenómeno que fascinaba al poeta). Mi padre, el inmigrante comienza y termina con la constatación de la muerte. y este acontecimiento inevitable es el eje sobre el que gravita roda la vida y la obra (es lo mismo) de Gerbasi. Cristiano como era, no dejaba de estremecerle el misterio de la vida y la incertidumbre del más alla. Pero sobre todo el canto a la existencia que es su obra es testimonio de su alegría de vivir; de allí que la nada, la muerte, lo acercara unas veces al miedo y otras a la melancolía. Los espacios cálidos quizás sea el poemario donde mejor brilla el deslumbrarniento máigico frente a la naturaleza. Allí, la mirada cándida y profundísima del poeta compone con armonía extraordinaria sus viajes. Respira a sus anchas la edad privilegiada del poeta: la infancia. Allí, Gerbasi logra rescatar su propia mirada: es un niño el que ve, el que columbra. Esta es la semilla del bosque que el poeta logra sembrar: un hombre desnudo mira el mundo por primera vez, como un niño. Destaco los poemas: «Te arno, infancia», «La casa de mi infancia», «En el fondo forestal del dia» y «El leopardo». Si al señalar estos dos libros olvidárarnos algunos otros, estaríamos cometiendo un desafuero. A partir de Edades perdidas (1981) el poeta se acerca a un acantilado desde donde se divisa el océano. Le siguen Los colores ocultos (1985), Un dia muy distante (1988), El solitario viento de tas hojas (1989), lniciacion en ta intemperie (1990), Diamante fúnebre (1991) y Los oriundos del paraíso (1994). En estos siete poemarios, el poeta va acercándose cada vez más a una suerte de nuez del habla. Las palabras más claras, las imágenes más directas. Tan así fue que los editores diseñaron dos de estos poemarios con ilustraciones que le hacen guiños a los mas pequeños. AIguna vez le oí manifestar su extrañeza por estos procederes y, para atenuar su desazón, le comenté que no estaba mal buscar otros lectores entre los niños. No le disgustó la sugerencia. En todo caso, el propósito (o la confusión) de los editores algo nos está revelando. No es otra cosa que la decisión del poeta de irle quitando cortezas a un árbol hasta llegar a la mas blanca, a la mas tierna. En una aproximación a su poesía, hace ya varios años, titulé «Gerbasi dibujante» el mínimo ensayo. No me arrepiento de haber indicado su afición (y su formación) por las artes plásticas como algo determinante en su obra creadora. Gerbasi no sólo dibujaba con gran sentido de las proporciones, sino que bastaba ver cómo combinaba su ropa para saber de su buen gusto, de su cercanía con el lenguaje del color. No podemos dejar a un lado un hecho capital en su vida: cursa bachillerato en Florencia. Sus padres, haciendo un gran esfuerzo, lo envían desde su Canoabo natal a Italia. Allí reside hasta el momento en que muere su padre y decide regresar a Venezuela. Juan Bautista Gerbasi deja de existir en el país al que emigró abandonando Vibonati, al pie de los Apeninos. No dudo que la formación florentina del poeta le haya labrado no sólo el sentido de la armonía, las proporciones y el color, sino algo que en sus últimos libros afloró persistentemente: la economía de medios. Mientras menos trazos se requieran para transmutar lo que los ojos ven, mejor. Quizás, la breve majestad de Ungaretti, de Montale, quizás la humildad de los ruegos mínimos, quizás la sospecha de que la abundancia puede esconder un tesoro, lo hayan empujado por este camino. El encantamiento ante el mundo, que se manifiesta desde el comienzo de su poesía, ahora encuentra cauces menos anchos, pero no menos intensos. Su perplejidad frente a la relojería exacta del universo se ahonda en su camino hacia lo íngrimo, lo escueto, la nuez:
Con Consuelo Orta formó una familia que lo acompañó en múltiples avatares. Desde sus funciones como asesor en decoración, cuando la mandíbula de la dictadura perezjimenista apretaba, hasta los salones del Agregado Cultural y el Embajador. Bogotá, Haïti, La Habana, Israel, Dinamarca, Polonia, fueron algunos de los destinos diplomáticos de los Gerbasi. Fernando, Beatriz y Gonzalo se mudaban de país en país con sus padres, hasta que el año de 1971 dejaron de hacer y deshacer maletas. Desde entonces y hasta el final de sus días, el autor de Diamante fúnebre estuvo al frente de la Revista Nacional de Cultura. Muchos años antes había sido secretario de redacción de la misma revista cuando la dirigía Mariano Picón Salas. Estos retornos, en distintas condiciones, le tocaron varias veces al poeta. El año de 1992 estuvimos juntos en Bogotá. Alli regresaba Gerbasi, casi cuarenta años después, en su condición de padre del Embajador de Venezuela en Colombia. Allí fuimos testigos de la devoción de los hijos de Gerbasi por su padre, la misma que él habia profesado al suyo:
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